Las impresiones se me agolpan de esa casa, más vista en sueños que penetrado en sus muros; la calle Nueva, todas con rejas específicas de la comarca de Cartagena, su patio, pozo, el árbol que plantaron cuando nació y el lavadero, cueva de penumbras y correr de agua que siempre me ha sobresaltado por su sentido ignoto, ya imposible de descubrir, en el embrujo que sigue corriendo. El marino volvía a estar con nosotros; oteaba el horizonte desde el puente de mando de sus cejas, veía que todo marchaba según programa; escuchaba que a punto estuve de caerme en un riachuelo (la mochila daba poco margen de maniobra), y los recuerdos de la calle Nueva ocupaban el telón de fondo de la mala venta de la casa; del viento colándose en las estancias vacías partidas por algún rayo de luz del desvencijado techo. La desintegración de cualquier recuerdo arborescente. Había nombres bonito: Miranda, por ejemplo, y otros del entorno que había olvidado. “¿Todo bien?” Era el capitán de nuevo, seguro de sus posibilidades como un destructor en el Mediterráneo. Armado de su bastón le confería identidad de Charlton Heston apabullando “Los diez mandamientos”. La poderosa imagen de un san Cristóbal de catedral que, pintado a la puerta, de suelo a techo, se dispone a transponer el río con el Niño Jesús al hombro como un Pegote. Paco se detuvo ante nosotros, desplegó la panoplia de sus portentosas facultades y volvió a desaparecer porque las energías acumuladas le quemaban por dentro. Le era insostenible nuestra tardanza de simples seres humanos. Desde la eslora a la que se había apostado dijo: “Marisol”… (Soledad para mí), y su mujer expresó su pensamiento: “¡Manda mucho!, ¡lo que manda!”, y volvió al paso seguro. Parecía la esposa de un profeta cruzando las aguas del Mar Rojo. Mirándola comprendía uno que había que respetar la soledad que se iba haciendo densa a medida que su cayado sondeaba el suelo. Paco mandaba mucho (a mí me favorecía). Sus órdenes, claras y expeditivas como ejercicios de cubierta. En nada se equivocó en la etapa, que creo recorrió varias veces, mientras intentaba seguir los pasos de Soledad, Marisol en Cartagena, tratando de captar el eco intermitentemente que nos llegaba del marino. La más portentosa presencia de ánimo y recursos que he seguido para salir de estos berenjenales camineros; como a la altura de Sahagún aquel año. Tenía ante mí un paraje de cuento de hadas que resultaron ser chimeneas por donde España respira etílicamente en sus bodegas; todas con su puerta pintada, su candado y misterio a cuestas. Me metí por el laberinto creyendo que las chimeneas que dominaban las colinas sucumbirían alguna vez de sueño etílico y me permitiría divisar el albergue próximo. En mitad de ese jardín del Edén, de guardería de infancia para gnomos beodos y casitas de caramelo, me encontré con una australiana tan perdida como yo. La seguí durante media hora. Alcanzada supe que ella tampoco sabía por qué llevaba toda la tarde dando vueltas a ese cuento de hadas. Consultamos la guía y fue peor. El calor era terrible y no llevábamos agua. Como se ve, éramos tal para cual, pero ella con acento incomprensible. Entonces, raudo, pasó frente a nosotros otro esforzado de la ruta. Saludo: “Buen Camino”. “ Me too”, dijo la otra. “See you”, contestó la aparición, que al cabo supimos era galés, y desapareció por la calle principal de las bodegas. La brutal determinación del peregrino, suponiendo que lo fuera y no un majara, nos hizo dar un brinco de esperanza; nos miramos para saber que era aventura conjunta, y le seguimos.

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