Ya ni hacía chistes de los bocadillos. Un par de veces hablé de Dios otra vez, quizá a los suspiros de algún repecho. Tal vez fuese Dios la única posibilidad que existe de preservar pensamientos. Sobre todo los que no sabemos formular y acosan con inusitada frescura; que Dios esté en lo que hay que ver y no distingues ni sabes su proceso ni paradero; en lo que pisas, sea barro o yerba, piedra o desconsuelo. Algo diría a Soledad, cuyo silencio aportaba consuelo a lo que se formula como lanza arrojadiza; al pasado que no acaba de hundirse o futuro de arenas movedizas. Lo encontramos en una fuente maravillosa, digo a Paco, con su pila excavada y el fragor del agua que salía de la garganta de la tierra. Nos dio un minuto reloj en mano sin necesidad de aparejar pertrechos ni descargar nada. Ya se alzaba sobre su buena planta, equipado como corresponde a un marino de guerra, todo en orden, que quería decir en el sitio que lo había puesto. Como Dios manda. Busqué un lugar en la pila, algo más estético que estratégico, y dejé que el chorro de vida que salía del caño hiciera lo que quisiera con mi cabeza. Con agua en todos los recuerdos y últimas impresiones busqué a tientas las gafas y no las encontré: Soledad se había sentado en ellas. La cosa era clara: eran blancas, dijo; y, como todo lo que trasluce es transparente, no las vio. Sólo se ve lo inmencionable; a eso hemos llegado y va para largo. El marino examinó rápidamente la situación. Juzgó salvable lo transaccionable, y como no hubo derramamiento de hematíes ni víctimas aparentes, dio veinte o treinta pasos a uno y otro lado de su impaciencia por cargar conmigo, no con su mujer, que cumplía a rajatabla el programa establecido, y dio la orden de partir: “¡Cómo manda!; ¡manda mucho!”, repitió Soledad como estribillo, más para sus adentros que para constatar una realidad manifiestamente explícita. En su voz, más el hilo apagado de una cueva, había algo insonorizado que se escucha perfectamente. “Soledad, ¿llevas los bocadillos?” Paco se humanizaba a medida que era la hora de comer y el hambre sacaba su manita de porcelana. A Paco (así le llamaba ella como es natural, por mucho grado que hubiera), habría que verlo en cubierta de un buque de guerra. Era capitán de navío. Una de esas personas con las que uno se embarca en la vida hasta en la marina mercante, donde había prestado servicio. Como vino se fue con zancada poseidona, indagado el objeto de la visita. Ya en la trocha verde acompañada por rabiosa luz del día, Soledad hacía honor a su nombre guardando otra vez silencio. Yo rabiaba por decir algo absurdo que no me salía: “¿Sabes lo que te digo?”, ella aminoró el paso, clavó el bastón en el suelo con propiedad marina o jacobea (la escuela senderista había calado) y esperó mis palabras: “Que debías comerte los bocadillos; seguro que los has hecho tú”, apostillé como acto de estricta justicia.

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