Hay quien tiene la exclusiva de que Dios no existe y lo comercializa; dicen estar en condiciones de demostrarlo. Como un axioma de fin de carrera, de nada o acertijo, a que se aplican con denuedo. Probablemente sean, aunque lo ignoren ni guste, los que más hablan de Él. Porque este mundo es todo menos mundo; todo menos lo que dice ser y te dicen que encuentras. El mundo está vacío. Lo exoneraron desde extraerlo de su concha y cocinaron al pil-pil; amalgamaron con la fachenda de su vacuo apretar el paso. Los panegiristas del no hay allá (no dicen si hay otra parte), son exégetas de negación baldía. Profetas del vacío en el que no pueden creer. Pero se ofenden, enfadan y sacan elocuencia si contravienes la solidez de los cimientos que sustentan; los argumentos para abanderar que todo termina en uno, como estación término de unas cocheras, o la carta de programación que televisan. Los más condescendientes te dejan creer en Dios con renuencia; lo permiten como si hiciera falta para respirar o mirarte al espejo; como si el iris dijera que, escatológicamente, eres un poco tonto, o la existencia divina fuese un albur en el mejor de los contrasentidos. Representan el exclusivo vacío de ultratumba. Al salir de La Espina reparó el marino que carecía yo de bastón con qué hacer brotar las aguas en apuro o convertirlo, para estupor fílmico, en serpiente faraónica. Al poco halló remedio. Una preciosa vara de fresno que se ajustaba elegantemente a la mano y parecía haberla llevado siempre contigo. Tanto, que dijo que la llevaba al revés. Se pierde la facultad de sopesar objetos que nos trasladan y traslucen por su simple cometido, cotejando anhelos. Con la vara de fresno se pensaba mejor. Otra revelación. Quiero decir que no pensaba. Dejaba que el sinsentido diluyera alguno de sus horrores más característicos por no dar franca salida. Había tenido una vara así años atrás al salir del albergue de Viana, en el Camino Francés, donde infructuosamente busqué la tumba pelada de César Borgia. La oteé por altares, en el presbiterio honorífico de hijo de papa español, sátrapa y renacentista; quizá no la encontré porque no estuviera aireando sus huesos en la altura sino en el suelo, convertida en modesta losa que albergó una de las figuras más rocambolescas de la necrología histórica. Hoy se ve a Borgia, padre e hijo, como quienes supieron vivir, y tendrán razón; que las advertencias sean trampas seduceas, nidos de serpientes. En Viana, pues, a punto de salir el sol, divisado el contorno irreal del pueblo, como si todavía estuviera sometido al ultraje y vilipendio de César Borgia, constaté que me había dejado el báculo debajo de la cama, tras una etapa demoledora. Gracias a lo que perdemos podemos no sólo contarlo sino añadir experiencias nuevas. La colateral de la vida es pura esencia. Ahí radica muchas de las perdidas bondades de la vida. La bifurcación que ni siquiera es un proyecto aventura a causas ineludibles que la memoria atesora y el recuerdo no perdona, claveteado a ultranza. La obsesión de surcar la ruta machacada en vez de la insospechada; la que ahoga de señales de acogida priva del placer desconocido de las causas perdidas. Salí de este circuito mental o lo que sea, y dije a Soledad, por si servía de algo, que mi madre era de Los Dolores. Andando el tiempo, contestó, como si horas y años bisiestos tuvieran piernas y gastaran botas de siete leguas, que Los Dolores se habían llegado a convertir en un barrio de Cartagena.

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