CAMINO PRIMITIVO

No el que naces ni te nacen a cantazo rodado de la vida, sino salir cierto de lodos y malezas, caños de agua borbotando de las entrañas sabias de la tierra; ermitas, puentes devorados por la umbría, manchado; revestido de monte y árbol sano; del aire que los pájaros tejen en diapasón de armonía, plomo en tus alas, presto el cielo a convertir la lluvia otra vez en reguero de recuerdos. Ata las botas, aliado con la suerte que marchita. Causa dormida que se parte como rama asustadiza; reaviva el habla, ataja el alma que sale al Camino. Sonoro. Auténtico de vieja endecha. Todo trasiega memoria adventicia, lo absorbe, deglute y oculta; la inoperante costra y la sangre necia. La burda entelequia de la pequeñez a cuestas. Riega los sentidos, lo aplastado por ido y el plan que a cada rato se cae de las manos, las cuentas de la vida. Todo, suelo, barro, yerba o cielo, trastienda de memoria inquieta. Anaquel de minucias por la trocha, guijarros como ideas y miserias perfectas de cristal campanudo que engulle emblemas de conciencia. Todo se va perplejo, intacto; secuestra consejas. Se pliega la razón al paso lento, huérfano de bastión y meta; libre de andamiaje. Sin norte, la realidad que andas buscando. Un remezón y eres otro: rompes anclajes de vieja estofa, oxidadas verdades. Vuelven colores olvidados, olores de pozo de caudal señero; sentires que se pierden solos con ayuda de todos y acaban sin nombre, que es el lavado de etiqueta. El alma, algarabía de jaula abierta. Reluce el sol al socaire del que llevas dentro. Rebulle el pasado de luz de ciénaga que se ahoga o abriga en su covacha; o llueve y te pierdes por ti para hallar tu mota moldeada en barro de mejora. Baten vientos de olvido; de caricatura humana. Del estafermo que mina por dentro. Pasos sin peaje. Réplica al “No sé” del sentido de la vida y ancla que siembra de mayúsculas lo que tarda el remedio: el Camino. Uno nunca sabe qué será de uno. Te buscas porque no te encuentran. De hallarte tampoco sabrías quién fueras. Todo es así en la vida, disparatado y tan callando. Desconocido asomo y desconcierto. Nudo de sombra será que no brille. Como ser, ya es algo. Cuanto llevas dentro; lo que nunca encontró salida. Somos lo que nos deniega, lo que se ha deshecho. Lo que hace creer que existimos para algo y lo que no tiene remedio. Desplante de días en sueño de cartuja. Todo deviene en devaneo; lo que sea que no es cada momento, estaciones borradas antes de apogeo. Embeleso que acaba en embeleco. Cuchillo de los ríos en prisa de evacuar nostalgia del cielo. Nubes sin permiso de circulación. En miniatura, el hombre trasiega; perdido por el verde que lo absorbe todo. Pequeñas ermitas claman lo poco que hace falta para asir un arcano. Puentes exonerados de tiempo que la incuria del agua socava los cimientos y estrangula la maleza; ramas que filtran el avance de un riachuelo. Vuelves a perderte donde antes dejaste de encontrarte, porque nada ha cambiado. Ni la vaca al salir de la trocha que escancia el arroyo. Indaga como grave presocrático; rumiante y completa. Mide cocientes de inteligencia con ojos tan profundos que daña mirarlos; de ponerse en su lugar todo el día pastando. Juzgando solvencias. Sabrá la razón última de las cosas, digo la vaca, y sólo importe contemplar la nada con ojos como espuertas; que no mire nada. Que traspase la vida sin mover el rabo. Parece saberlo todo en su indolencia en paraje que nadie responde. Metáfora de la vida; elegía de no saber a qué carta jugar la embestida de la próxima media hora. El desastre que no despega hasta caer en los brazos amarillos de una estrella; su fulgor alcanza Santiago de Compostela. Pisas charcos, piedras enlodadas que apoyan el siguiente paso; ves la cuesta casi en pared que se te echa encima. Arrancas el bordón del suelo y vuelves al mismo sitio.

CAPÍTULO II. NUDO DE SOMBRA

Llovía con ñublo de Unamuno, que es como llueve en el Camino. Término que pone sustancia a la cosa de no ver nada, lo que precisa usos arcaicos o lo parezcan. Otra vez el río grande de aguas negras como origen de semana. Acude a mí el restaurante que falsamente referí a unos belgas como el “Pontevedra”. Quizá acabe en los tribunales por mentira manifiesta y falsedad pública, cuando era el “Narcea”. Raudos apuntaron el dato. Aún se acordarán de mí en Bruselas, de donde venían ida y volvían; el yo-yo jacobeo. En el albergue, el belga sublimaba su manía persecutoria con la limpieza, y ella durmiendo, lo que demuestra que las peregrinas son prácticas. También habían llegado unos malagueños. Dos chicas, el guardián del centeno, y el mismo acento. Hablaban alto para no decir que gritaban, y la belga, para compensar, había sustraído mi almohada para estar más cómoda; golpes da la vida. Por comprar una funda en Oviedo me quedaba sin almohada. Gracia de previsión, demostración de que al orden se anticipa al desorden en delantera. Las desgracias se asocian en cadena. Pensando en la dislocación de los sentidos y sus efectos me metí en el baño tras retirar un palo de fregona partido en dos como quebrado de imposible resolución matemáticas de la vida. Luego me engullí en el saco, totalmente a juego con la funda huérfana de contenido. Al palo le faltaba llorar para saber que era territorio prohibido. Pero lo interpreté como estorbo interpuesto a la libre circulación de fronteras y mercancías; lo cogí y tiré a la basura para su reparación en la otra vida. El peregrino no tira nada; ni un pañuelo. Ni un recuerdo (los que más contaminan). Recicla hasta el pensamiento, eso que dicen que llevamos dentro. Implacable en cuestión de orden y reflejos solidarios, el belga me despertó para que regañara a los malagueños, que de allí venía sin éxito. En su criterio, habían inundado la habitación. El agua bajó por la escalera y mojó al perro, que apenas se resarcía de la etapa, porque iban en bicicleta. Idea sugerente. Pero Málaga roncaba como jornaleros y hasta parecían dar palmas, lo que da la tierra. El belga, desesperado de mi inercia, en evitación de un conflicto diplomático, volvió con el palo que, además de roto, debía estar ya mareado, exhumado como prueba de delito. Pero yo me di la vuelta pensando en lo que me esperaba al día siguiente; preguntándome si podría seguir sin haberme preparado para la marcha, lo que era proverbial, y Dios diría. Había noches que me acordaba del palo como serpiente jubilada del Paraíso; de la indignación del belga. Ante la pasividad total, aquel paladín de la ortodoxia despertó, pues, a los peregrinos, que protestaron con andalucismo subido. Por entre las brumas de la noche le vi esgrimir el palo como Charlton Heston en “Los diez mandamientos” al poner raya a las aguas del Mar Rojo o sacar Coca-Cola de las peñas. La discusión era ya de muchos grados e idiomas mientras la belga ejercía de figura durmiente a la que hacen el trabajo sucio. El grupo negaba como aceituneros de Jaén, aunque fueran de Málaga, que la raigambre se esparce como una mancha inculta. Me desperté a las diez. Como siempre. Yo madrugo a las diez, sorprendido de ver al belga barriendo y plegando las mantas de los andaluces. Me miró como si la justicia no fuera de este mundo, y tenía razón, émulo del simpatiquísimo y milagroso “Fray Escoba”, el ínclito Martín de Porres. En bien de paz jacobea, los andaluces habían desaparecido tragados por la niebla matutina. Cuando todo se rompe o empareja zanjado por el navajazo de despedidas en silencio; palmadas en la espalda y si te vi no me acuerdo. Auténticas toma de posición para esquinazos sobrados o borneo de memoria.
Triste fue coger la ropa que la tarde antes dejé tendida, empapada por lluvia alevosa. Aquí hay que tenerlo todo seco menos el carácter, que se da por hecho. Fundamental como las botas que se ciñen a la ruta. Una etapa terminaba y había que cubrir otra. Así son las cosas; siempre a lo que dicen que es un adelante. Sin renuencias a jornada vista. Consigna que aprieta tuercas y ajusta las fuerzas. Dejé al belga barrer, que era su pasión, (hay que complacer al prójimo). Con un apretón de manos y la melancolía de sus ojos me despedí de él. Su compañera dormía. Quintana, Casazorrina; por ahí se andaría. Un cruce de carreteras, un chaparrón repentino que tiñó la vida de negro, y se entra en Salas. Allí quedé con un peregrino que salió a repostar a la fuente donde uno se plantea lo que está haciendo. Se llama Juan Ignacio. 19 años. Sólo verle la cara, pálida, errática, se le sabe salido del retablo de una iglesia. Mira extraviado como los santos; incrédulo de soportar los doce kilos y medio que dice llevar a la giba como trofeo, cuando el reglamento no admite más de siete u ocho. Pero él lo ignora. Así es todo en bandolera. Tambaleándose tira el fardo al suelo y mete la cabeza en la fuente. No otra cosa se hace en la vida que refrescar emociones. Sólo a un místico o un poeta se le ocurre venir hasta aquí por caminos embarrados, secarse al sol, quemarse, y no sólo de pensamientos. Lleva seis camisas con sus mudas e iniciales; libros para el ocio a espera del apagón de los albergues. Un crucifijo que me enseña que le dio una tía de Peumo, en el sur chileno, para que se lo bendigan, y el cuaderno en que anota cuanto ve y disipa el discernimiento, que es lo que más motiva. Su cara lo dice todo. Juan Ignacio, en realidad, es un ángel escapado del museo de Lucía Bosé. La actriz ha dado orden de busca y captura y se asoma a la televisión para que ayuden a cobrar la presa. Un querubín que acaba de dejar en Chile los mofletes apretados por consignas trompeteras y sale de sagrado blanco de inciensos, perplejidades, oraciones; ferocidades por contrastar y la sorpresa del mundo al otro lado de lo trillado. Podría ser la reencarnación del último fraile del Salvador de Cornellana, espléndido cadáver; dormido como crisálida doscientos o trescientos años y despierto con el monasterio clausurado por orden gubernativa, que así acaban las glorias y verdades. Le van las historias. Su perplejidad es teologal. Apostaría por ello. Saca la cabeza del chorro y mira desangelado como debe verse el mundo que mengua aunque siga manando. Su mochila cruje adosada al sol, pegada al muro; se seca la cabeza con las manos y le digo que yo también estuve en Chile. Golpe de efecto para un efebo. Abuso de confianza. Ignoro por qué hago estas cosas ni a qué conduce. Estas calas al pasado. Por qué hago cosas. Quizá la soledad. La fuerza de la ausencia que todo lo abate y escudriña. Se sabe lo que será transgredir normas. Pero se sigue esculpiendo en el frontispicio del pasado. Una vez lo llamé defender la ejecutoria. Se pone la mochila. Hace ademán de despedirse sobrecogido por el peso que expía por el Camino, aquí el Primitivo. Nos veremos en Salas, le digo, sin saber afrontar la aparición de un espectro, aunque medio entero; que no vaya al albergue si es melindroso: eran las mazmorras de la Inquisición. Si oírlo es saberlo, los ojos absorben la estampa del infierno. Deja para siempre el chorro enfurecido que seguirá su curso en la parsimonia del tiempo; que resbala sobre sí mismo y consiga que nada tenga que ver con nada. Sólo está en medio. Pero intriga qué entrañas pulsa para salir tan airada. Juan Ignacio, su bulto a punto de calcinar el sol, de fundirlo en una ampolla, se demuda a la hora punta en que la luz lo arrasa todo sin resquicios de primicias. Entonces pasa un ángel que se apodera del silencio y veo regresar al chileno, que se planta con mucho trabajo y dice: “¿Dijiste?”, ahora se acordaba, el tío. Son así; los conozco. Otra melodía compartida. Inútil desaparecer sin explicar qué hacía por Asturias. “¿Cómo se te ocurrió venir aquí a pasar fatigas?”, no es muy brillante, pero fue lo que se me ocurrió a desmano. Minutos después, tres o cuatro, o así, Juan Ignacio reacciona, se ajusta el contenedor que le muele las costillas y acredita portar el Arca de la Alianza. Es difícil el paso del tiempo que transcurre por sus ojos. El chorro expectante de la fuente ya tronaba y el agua salía de su concha disparatada.
Sería la hora de hacer más ruido; las cinco y media de los toreros en la plaza. Maitines que acompasa el fuelle de la tierra y ríe del afán humano; de cómo se colocan esperanzas en lugar baldío. Sondas de burla espeleológica. Habló al fin el mancebo cuando ya no esperaba respuesta, al creer que se había fosilizado como paso previo a remitirlo al museo. Palidecía a la sombra del pensamiento en flor. Reconocí el chasquido con que comienzan sus palabras para dejarlas sueltas, desbarrancadas; huidas con el eco de la duda como para no dar importancia. Al español agota tamaño esfuerzo léxico, la dulzura de aquellos pagos. En eso les va la vida que disuelven palabras en melaza: “Siempre pensé; desde chico; desde bien cabro”, soltó y se dio media vuelta. “Por la chucha”, como dicen allá; todo me recuerda Chile. Le vi alejarse. Luchaba con las correas del armario; tan grande que refulgía a sus pasos conforme el sol exageraba la nota. Abría la escena la camisa empapada. A mis consejos (nunca me sentí más importante), le dije que la colgara de la mochila por atrás para secarla. Le encantó la idea. Aprendía, sin duda. Sólo faltaban dos o tres generaciones para emplazarle en la tierra. Faltaba ver si llegaba vivo a Salas. Se le ilumino la cara como tarjeta de tratos con la vida. Dijo haber leído el dato en algún lado; lo de las pinzas, quería decir. Lo malo nunca pasa del todo.
Lo peor de la vida es recordar, la jaula de grillos que no atajan los pasos. Ahora estaba con la mente en el país de Juan Ignacio. Una multitud de años pasaban, pero más pesaban, porque el horror se mide por toneladas recicladas o no de lo que no tiene remedio. Como si algún recuerdo fuese verdaderamente bueno o mío y no exabrupto de circunstancias ajenas. Ni la espantadiza sombra que gravita sobre falsas esperanzas. Tan joven y tan tonto, digo entonces. De viejo tampoco es que fuera más listo. Se es lo que te dejan ser y luego te acomodas a la inercia. En realidad, nada cambia; sólo te embruteces a medida que gastas el caudal primero de la ignorancia. Difuminado el chileno de su apagón informativo, quedaba inerte de los pasos que en Chile había trompicado por lo que llaman vida, y siempre es otra cosa. Esa majadera. Colisión de sentidos, huidos cauces que se amontonan para hacer más insoportable la existencia. Estos dislates impidieron alcanzarle. Los nueve kilómetros hasta Salas estuve inmerso en el que había sido al pie de los Andes, irisada de dorados que, a la mañana, desde el cuarto de baño, era un sueño. De cómo descubrí, tras años de escudriñar la materia, que en invierno Santiago cobraba cuerpo y olor por la gota de lejía que la Naturaleza, aún poética, disolvía en la atmósfera. El mayor hallazgo de mi vida. De los estudios, mejor enterrarlos. De todo tenía la culpa Juan Ignacio por aparecer y ser chileno. Qué duda cabía. De ser boliviano, ¿cuyo sería la culpa?
Había pasado Llamas sin darme cuenta ni Llamas percatarse de mí por el momento. Le seguiría Quintana, de la que tampoco recuerdo nada, que me perdonen ambas, pero sí la mañana-tarde que anduve en derrota en busca de un lugar que no existía en Chile; que lo abrían cerrado en los primeros gorjeos de la historia. Era el bisturí del recuerdo que no descansa. Me situaba perdido en tal inconsecuencia que bien podían meterla en formol para estudiarla. Nunca caminé más ni más decidido a ninguna parte en la búsqueda de un objetivo que había que inventarlo antes de ser fallido. Hasta Salas no metí el escarpelo en su estuche de cristal y descansar un poco; rastreé al chileno para recriminarle lo que actualizó su presencia. Sólo le perdonaría invitándole a comer. El primer bar al que asomé la cabeza fue una sucursal islámica. Juan Ignacio, al cabo, no estaba en ninguna parte. Pregunté en la Policía Local, al director del hotel. Este aclaró lo de las mazmorras. El sótano lamido por el río y el ventanuco que inundaba esa taza de sombras con el lúgubre baño, o sea, el albergue de seis literas, jamás había tenido que ver con el Santo Oficio, para otros la Inquisición. Era, pues, un bulo que me largaron como yo procreé “El Pontevedra”. Las guías debían estar manchadas de fiascos, como los peregrinos purgaban su iconoclastia por el Camino. Nadie se mete en esta aventura si no huye de algo, de sí mismos, cumpliendo el perfil de usuario. Las penas mantienen en pie; lo demás está por ver o no comparece. Tinieblas; cortocircuitos de la mente. Se dice que la mejor forma de acabar con alguien, con tu mujer, por ejemplo, sin derramamiento de sangre, es llevarla al Camino. Aquí revienta. Otra sutil manera, aunque cuesta más, es ir al Gran Bazar de Estambul, donde las tiendas son inconmensurables como las puertas que se abren… y ya no la encuentras. Tonterías aparte, me gusta dar ideas. Hay que ayudar. De no hallar a Juan Ignacio, el horror de las mazmorras circularía como patraña por las guías de Chillán y Antofagasta. Así se escribe la historia. Un error apuntala otro y hace causa común con el que llama a la puerta. Al final es más cómodo dejarlo que desentrañar tropelías. Todo puede ser una añagaza, como el francés-francés que se fue como corresponde a la francesa con su carga de vacíos a cuestas. La indiferencia mata la verdad que se gesta en ellas. Las mazmorras, qué palabra, bullían en la torre que comunica con el hotel de Salas; no al lado del río ni debajo del Hogar del Pensionista donde, a esa hora, veían el partido. El albergue había sido cárcel del pueblo, y la humareda revelaba que los ancianos se disponían a acabar con los pulmones que sobraban. Si recriminas sale el “Más cornás da el hambre”.
Salí de Salas con desconsuelo de no encontrar a Juan Ignacio pese a haberle buscado en el albergue. Desoyendo presagios, había terminado por ir al cuartel general del Santo Oficio, o eso creía. No podría contar el Mar de los Sargazos de mi vida en Chile antes de que él naciera y mirase con la claridad de corazón que lava el alma en cada pestañeo. La vida está llena de frustraciones; cada cual convenientemente etiquetada. Es la alegría de vivir. Hay una compunción que el Camino trata de dar forma al mostrar lo que el destino ha hecho de ti. La mismidad rallada de inconsecuencia; el pozo de los proyectos que se van al traste. Pero, nada baladí, había ganado la Indulgencia Plenaria. Otros intentos y pasados Años Santo de captura habían concluido sin éxito. El año, pues, era Santo en Asturias y su Catedral gloriosa de equilibrios arquitectónicos, depositaria de requisitos que culmina el empeño:
1. Rezar un Padrenuestro en la Catedral por las intenciones del Papa.
2. Un Credo por lo mismo. 3. Confesar. 4. Comulgar.
Cumplimentarlos, pese a ser pocos, me llevó cuatro días. Los que anduve mochila a cuestas tratando de ajustarme a las demandas. Rezaba en la Catedral el Padrenuestro cuando ya había decidido ponerme en ruta. Mirando el tremendo retablo me dispuse a pasar al punto siguiente, el Credo. Mi cultura religiosa no es que sea precaria; sencillamente se quedó anclada donde aún debe ser rescatada. Ensayé la preciosa oración del Credo, pero me atascaba en medio. En realidad, mentía: no pasaba del comienzo. Problema mayúsculo al ocurrir en plena determinación pía. Me había olvidado de saber la plegaria más redonda y compendiosa con el Padrenuestro. Dejé los bancos donde, contrito, me había recogido, y marché a la Sacristía por ayuda, bastante avergonzado por cierto. Allí un cura se interesó por mis cuitas. Su consejo, por solicitud disparatada o falta de verosimilitud, no era posibilista. Fui remitido por vía expedita a la Casa Sacerdotal, adscrita al área de influencia de la Catedral, donde dijo hallaría auxilio. Para entonces era el tercer o cuarto día de mochila al hombro y retrasar el comienzo del Camino.
Pasé por callejas influidas por la torre descomunalmente gótica y tan bella como sabe perfectamente el terreno que pisa. El conserje me mandó a la librería, donde una mujer atendió maternalmente mi petición rigorista y compendiosa, no olvidemos que era el Credo. Estábamos, pues, en medio de ese olor delicioso a estampas y tinta fresca que ilustra vidas ejemplares; impregna de solera las estancias que sepulta textos al olvido. Rebuscó y extrajo de algún lugar un Credo largo que valía 70 céntimos. En lo material; si se quiere, comercial. Tenía en mis manos pecadoras la oración central que hace demostración de fe. Pero sudaba por sentirme incapaz de aprenderlo en tres días, los que la mochila habría acabado conmigo ni permitiría tenerme en pie. Era el Credo largo de la misa. Al lado, un sacerdote miraba supongo que espantado de la escena. La cosa se ponía mal y yo había acabado por parecer definitivamente tonto. En este callejón sin salida escuché que mi voz se atrevía a vivir en aquel apagón de los sentidos: “¿Lo tienen más corto?”, balbucí subrayando mi ignorancia litúrgica. “En mis tiempos”, osé, “era más corto”. El cura, atónito, quería zanjar por lo sano o santo para no cargar más las tintas, nunca mejor dicho en una librería: “Haga el favor de dárselo, dijo a la mujer (en toda operación importante hay una mujer, y detrás de la que consigue el éxito está ella misma); oraciones completas”. Se fue por él. A la vuelta expuso la contrariedad de que, al tener más oraciones, costaba 1.50 euros. Efectivamente, era corto. El que quería. El cielo se abrió un poco, nada más que poco, porque yo no lo merecía, que allí se perdonan todos los arrebatos dialécticos. Di renovadas gracias y marché corriendo para que no me cerraran la Catedral. Vano empeño. Me encontré las rejas preservando el templo de los mundanos afanes de Vetusta. Eso significaba otro día de espera.
Creemos que llegar a destino (sólo posible con Renfe, aunque a ver a qué hora) supondrá la novedad que despliega las alas. Pero Oviedo, elegante, amplia, atestada, parece hecha para conducir sin resuello a la Catedral; la hermosa calle Uría mostrando que se puede vivir de otra manera; aunque del árbol emblema sólo queda la placa en honor de la cuchilla que acaba con las tradiciones para ampliar una vía. Siempre se mata para ampliar algo que no se sabe si vale la pena. Aunque sea una vez, que lo mejor es no saber qué pasos te llevan a qué misterio para acechar colaterales que esperan. Del palacio sobrio y altanero donde del liberal conde de Toreno, con prisas se pasa a la explanada catedralicia; losas del irisado desgaste de la fiel Vetusta, cuya misión destaca la apostura del templo, que impacta por su quietud armoniosa. Majestad aparte, el reciento tiene retranca: “Si vas a Santiago y no pasas por el Salvador, visitas al criado y no al Señor”, que dice la ortodoxia con ribetes conminatorios. Para mí, la más elegante, próxima y hermosa, como recién lavada por dentro y fuera, con perdón de todas. La verticalidad de la torre, gótico en todos sus gorjeos, se adapta extrañamente a la horizontal de la izquierda, donde la simetría no sólo no desdora la belleza sino la amplifica. Porque la Catedral de Oviedo casi no tiene fachada; ni le hace falta. En mitad de lo que debía ser, los asturianos han interpuesto amplia terraza de la más noble aspereza para que destaque lo resaltable, y lo demás se asiente solo. Para más emborracharse de delicadeza, el rosetón, ojo por donde el gótico mira a ver cómo van contrafuertes y arbotantes, lo colocan tras la terraza a bastantes metros de distancia. El resultado del desplante arquitectónico es el acierto con que los ojos no se despegan del conjunto. Dejas el panegírico de la Catedral, que es mucho y relevante. Santificado y todo te pesa la mochila. Ocho kilos, ya digo. Vas sin haberte preparado, como de costumbre. La más importante de las novedades es que ya no puedes prescindir del Camino. Es inercia. Será a las bravas comprobar que años más viejo mueve ficha otra vez. Al menos en la nostalgia que no cesa, el rayo que atraviesa los recuerdos; a ellos te ases para creerlos propios. Para tener alguno. El problema, no saber qué es cierto; qué verdades matan las palabras antes de que estrangulen las fuerzas. En el descomunal Oviedo de sus perfecciones, la estación de ferrocarril tiene un reloj tan brutal que te preguntas cómo soporta las horas; si guardará campanadas para no aplastar a la gente con su aire de rosetón laico y transportista. Del entorno se sale para Loriana, El Escamplero, Grado. Pasa por tus arterias la punción de que vas sin más lógica que no haberla, lo que aumenta el compromiso de seguir adelante. Es lo que se llama libertad, el más preclaro don que encuentras en el Camino. Bulle, pues, la impresión de que pocas veces has estado más cierto de ser tú mismo o acercarte a lo que pareces. La nada no se deja contrastar ni domeñar. Pero esto es un juego de imposibles contrastes; recatares que digan lo que ni siquiera sepan. Hace el mismo sol de años antes; cuando los años daban pábulo a la gran verdad: que la condición natural del hombre es estar perdido. Banderín de enganche para la ruta.
Recuerdo que al levantarme todo era un tapón de niebla, lo peor que, a efectos prácticos, puede pasar; peor que la lluvia que trae el barro y te cala. Con el chubasquero sobre la mochila, hecho un Quasimodo, me planté con el primero de los tres bordones que perdí ese año en la encrucijada del sendero. No sólo no se oía nada sino que era fantástico porque la niebla impedía ver hacía dónde dirigir los pasos, como en la vida misma. Difuminadas las señales del Camino. Torcí a la derecha por no desairar las agujas del reloj, en medio de la saludable nada, sin paliativo de sabor u olor; sin ver ni recordar ni querer saber quién eres, por primera vez en tiempo, sin nada absolutamente que pensar. Inopinada maravilla. Sólo la punzada del hambre que busca su desayuno. Entonces sonó un mugido del fondo de la historia; otros dicen que el último arcano. Odín haciendo el Camino, y tendrán razón en el adulterado Universo que nos queda. Quizá el despertador que aprestaba al astur a la batalla. Era una de esas vacas fabulosas, ancestrales; báculo y raíz del campo que ni siquiera de pie sino sentada, se te queda viendo catalogando la pobreza de tu empeño; la precariedad del deseo. Seguí el mugido (¿no se hace otra cosa en la vida?), y de repente se puso a torrenciar. Otra regalo ver cómo llueve aquí con saña. Paré y superpuse la capa pluvial al chubasquero. Pero en la prisa de mojarme llegué calado kilómetros más allá de piedras, barro y maravilla de túnel de enramados por el que iba como espora en mar de silencio y niebla donde la lluvia materializaba un concepto nuevo. El chubasquero estaba al revés, eso pasaba; no era la mala calidad de la prenda lo que me hizo llegar náufrago al refugio más cercano. Desayuné un bocadillo de chorizo picante y café servido en las tazas minúsculas de por aquí, para que no te pongas nervioso. Años antes, una mujer me dio la misma clase de bocadillo y la pequeña taza que conserva las costumbres ancestrales. Pregunté por ella porque en la memoria la veía aún hincada de codos en la barra mirando la puerta por donde entraban las novedades del día. Viendo cómo luchaba con el bocadillo. Cuando se cansó se puso a trajinar en la cocina; o salía a repartir periódicos a la clientela y pegar un poco la hebra, que aquí es hablar del tiempo como distracción absoluta. Esta vez, un hombre me miraba desde el mostrador, la misma luz de entonces y el universo ahogado por la lluvia tras la puerta. Me habían cambiado la mesa de sitio, lo que debió ser objeto de mucho debate. Seguía lloviendo con la placidez de lo que no tiene decoro, y todo alrededor era lo mismo. Daba igual lo que pensaras porque nada importante ocurría fuera de la pérdida general de significado como la lluvia lijaba los nombres. “¿Y esa señora mayor que había aquí?”. Lento pero seguro, el hombre se rebulló un disgusto en el mostrador, molesto por la intromisión en asuntos ajenos y encaró: “¿Mayor aquí?; aquí no hay mayores. Sólo las hermanas...”. Luego hundió los codos en el mostrador, a espera de seguir puntualizando la mañana que no se veía tras la puerta.

CAPÍTULO III. LOS CARTAGENEROS

Quizá no verse sea lo que más me acerca a mí, sin que aproxime demasiado ni queme. Demasiado es un concepto excesivo para dar en el blanco. Se puede tener todo hasta demasiado y no representar mas que una carencia, estomacal o moral, que la una pasa por la otra. Así me desayunaba buscando la señal de la estrella que condujo al descubrimiento del Apóstol Santiago, comenzada la etapa, cuando voces y agitar de brazos me indicaron que había vuelto a perderme. Santo y seña desde el principio de los tiempos; desde el Génesis con Adán y Eva. Dispuesto a irme por costumbre a algún lugar sin nombre o de no fácil retorno, como media humanidad, que el resto permanece atento a la pantalla. Eran los cartageneros, él una mole seguro de sí y ella menuda, en pantalón corto, protegiéndose del sol con gafas negras. Serían mis acompañante hasta Tineo, porque ellos, confiados en sus piernas, seguirían hasta Borres o Campiello; de modo que comenzamos a andar, que es lo que se hace en el Camino. Mi madre era de Cartagena, dije, y ello creó el nexo inevitable de la tierra; lo más fuerte que hay tras huir de Hacienda. Los principios suelen ser carismáticos y explosivos; los finales, defoliantes y anodinos. Algunos se escurren lo que permiten sus deseos. Me había olvidado del bordón, y la cuesta ascendería de repente de los 200 a 800 metros a la altura del nada especial pueblo de La Espina donde, sin embargo, se ofrece buen alojamiento y sustento. Tiene también un tremendo edificio de buena factura, donde parece concentrarse el corazón vital del pueblo, en que los gritos de los niños tratan de acallar, sin éxito, el rasguño de los coches que persigue el diablo. Pronto el marino nos dejó atrás con su zancada ciclópea y el bastón esforzado de la ruta, hecho un titán del sendero. De divisar el mar le venía la seguridad de pisar terreno, detrás su mujer renegando a medias, fuerte, superando los obstáculos y esquivando piedras y charcos. Ella se llamaba Marisol, así le decía su marido, nombre oficial y también válido para casa. Soledad, para mí, era la imagen de la solvencia calladamente presta al objetivo impuesto, cubrir etapas. Me emparejé con ella porque al marino era imposible alcanzarle, intratable su zancada de acero inoxidable. Casi siempre fuera de vista. Le oíamos por el eco que resonaba en alguna peña. A veces se perdía por la proa o babor de la luminosa mañana, y un derroche de facultades le hacía volver sobre sus pasos para ver si su mujer quería algo; incluso de si estaba, tal la opacidad que en tramos nos prendimos al hilo silente de las cosas; el armazón de lo que va por dentro y descasa de palabras. El día, arrinconada la mañana, soleada en exceso, nos hacía sudar. Quizá el marino también sudara, aunque no lo viéramos ni lo parecía. Salió a relucir Dios. Inevitable cuando todo sumerge el recuerdo de tu propia ausencia; de lo perdido que estás y haces causa común con la memoria truncada de vivir. La condición natural del hombre, estar perdido, me repetía; como si fuera un logro, una recompensa, y viniera de conquistar las Galias y el trofeo que fuese haberme perdido a la salida misma de La Espina. De todas formas, que lo sepas, si no te cansas de saberlo. Das un paso, dices qué sería de este mundo de no haber otro esperando que te ajuste las cuentas; dónde depositar la esperanza siempre preñada y nunca dada a luz; sacar las entradas; a qué seguir la ruta escanciada de la nada. Ni para qué la constancia fallida. Cuanto envuelve el sueño en hojas de mazorca; de cebolla para cocinitas. Soledad escuchaba esto o parecía; tal la pausa prolongada de fidelidad elusiva.
Hay quien tiene la exclusiva de que Dios no existe y lo comercializa; dicen estar en condiciones de demostrarlo. Como un axioma de fin de carrera, de nada o acertijo, a que se aplican con denuedo. Probablemente sean, aunque lo ignoren ni guste, los que más hablan de Él. Porque este mundo es todo menos mundo; todo menos lo que dice ser y te dicen que encuentras. El mundo está vacío. Lo exoneraron desde extraerlo de su concha y cocinaron al pil-pil; amalgamaron con la fachenda de su vacuo apretar el paso. Los panegiristas del no hay allá (no dicen si hay otra parte), son exégetas de negación baldía. Profetas del vacío en el que no pueden creer. Pero se ofenden, enfadan y sacan elocuencia si contravienes la solidez de los cimientos que sustentan; los argumentos para abanderar que todo termina en uno, como estación término de unas cocheras, o la carta de programación que televisan. Los más condescendientes te dejan creer en Dios con renuencia; lo permiten como si hiciera falta para respirar o mirarte al espejo; como si el iris dijera que, escatológicamente, eres un poco tonto, o la existencia divina fuese un albur en el mejor de los contrasentidos. Representan el exclusivo vacío de ultratumba. Al salir de La Espina reparó el marino que carecía yo de bastón con qué hacer brotar las aguas en apuro o convertirlo, para estupor fílmico, en serpiente faraónica. Al poco halló remedio. Una preciosa vara de fresno que se ajustaba elegantemente a la mano y parecía haberla llevado siempre contigo. Tanto, que dijo que la llevaba al revés. Se pierde la facultad de sopesar objetos que nos trasladan y traslucen por su simple cometido, cotejando anhelos. Con la vara de fresno se pensaba mejor. Otra revelación. Quiero decir que no pensaba. Dejaba que el sinsentido diluyera alguno de sus horrores más característicos por no dar franca salida. Había tenido una vara así años atrás al salir del albergue de Viana, en el Camino Francés, donde infructuosamente busqué la tumba pelada de César Borgia. La oteé por altares, en el presbiterio honorífico de hijo de papa español, sátrapa y renacentista; quizá no la encontré porque no estuviera aireando sus huesos en la altura sino en el suelo, convertida en modesta losa que albergó una de las figuras más rocambolescas de la necrología histórica. Hoy se ve a Borgia, padre e hijo, como quienes supieron vivir, y tendrán razón; que las advertencias sean trampas seduceas, nidos de serpientes. En Viana, pues, a punto de salir el sol, divisado el contorno irreal del pueblo, como si todavía estuviera sometido al ultraje y vilipendio de César Borgia, constaté que me había dejado el báculo debajo de la cama, tras una etapa demoledora. Gracias a lo que perdemos podemos no sólo contarlo sino añadir experiencias nuevas. La colateral de la vida es pura esencia. Ahí radica muchas de las perdidas bondades de la vida. La bifurcación que ni siquiera es un proyecto aventura a causas ineludibles que la memoria atesora y el recuerdo no perdona, claveteado a ultranza. La obsesión de surcar la ruta machacada en vez de la insospechada; la que ahoga de señales de acogida priva del placer desconocido de las causas perdidas. Salí de este circuito mental o lo que sea, y dije a Soledad, por si servía de algo, que mi madre era de Los Dolores. Andando el tiempo, contestó, como si horas y años bisiestos tuvieran piernas y gastaran botas de siete leguas, que Los Dolores se habían llegado a convertir en un barrio de Cartagena.
Las impresiones se me agolpan de esa casa, más vista en sueños que penetrado en sus muros; la calle Nueva, todas con rejas específicas de la comarca de Cartagena, su patio, pozo, el árbol que plantaron cuando nació y el lavadero, cueva de penumbras y correr de agua que siempre me ha sobresaltado por su sentido ignoto, ya imposible de descubrir, en el embrujo que sigue corriendo. El marino volvía a estar con nosotros; oteaba el horizonte desde el puente de mando de sus cejas, veía que todo marchaba según programa; escuchaba que a punto estuve de caerme en un riachuelo (la mochila daba poco margen de maniobra), y los recuerdos de la calle Nueva ocupaban el telón de fondo de la mala venta de la casa; del viento colándose en las estancias vacías partidas por algún rayo de luz del desvencijado techo. La desintegración de cualquier recuerdo arborescente. Había nombres bonito: Miranda, por ejemplo, y otros del entorno que había olvidado. “¿Todo bien?” Era el capitán de nuevo, seguro de sus posibilidades como un destructor en el Mediterráneo. Armado de su bastón le confería identidad de Charlton Heston apabullando “Los diez mandamientos”. La poderosa imagen de un san Cristóbal de catedral que, pintado a la puerta, de suelo a techo, se dispone a transponer el río con el Niño Jesús al hombro como un Pegote. Paco se detuvo ante nosotros, desplegó la panoplia de sus portentosas facultades y volvió a desaparecer porque las energías acumuladas le quemaban por dentro. Le era insostenible nuestra tardanza de simples seres humanos. Desde la eslora a la que se había apostado dijo: “Marisol”… (Soledad para mí), y su mujer expresó su pensamiento: “¡Manda mucho!, ¡lo que manda!”, y volvió al paso seguro. Parecía la esposa de un profeta cruzando las aguas del Mar Rojo. Mirándola comprendía uno que había que respetar la soledad que se iba haciendo densa a medida que su cayado sondeaba el suelo. Paco mandaba mucho (a mí me favorecía). Sus órdenes, claras y expeditivas como ejercicios de cubierta. En nada se equivocó en la etapa, que creo recorrió varias veces, mientras intentaba seguir los pasos de Soledad, Marisol en Cartagena, tratando de captar el eco intermitentemente que nos llegaba del marino. La más portentosa presencia de ánimo y recursos que he seguido para salir de estos berenjenales camineros; como a la altura de Sahagún aquel año. Tenía ante mí un paraje de cuento de hadas que resultaron ser chimeneas por donde España respira etílicamente en sus bodegas; todas con su puerta pintada, su candado y misterio a cuestas. Me metí por el laberinto creyendo que las chimeneas que dominaban las colinas sucumbirían alguna vez de sueño etílico y me permitiría divisar el albergue próximo. En mitad de ese jardín del Edén, de guardería de infancia para gnomos beodos y casitas de caramelo, me encontré con una australiana tan perdida como yo. La seguí durante media hora. Alcanzada supe que ella tampoco sabía por qué llevaba toda la tarde dando vueltas a ese cuento de hadas. Consultamos la guía y fue peor. El calor era terrible y no llevábamos agua. Como se ve, éramos tal para cual, pero ella con acento incomprensible. Entonces, raudo, pasó frente a nosotros otro esforzado de la ruta. Saludo: “Buen Camino”. “ Me too”, dijo la otra. “See you”, contestó la aparición, que al cabo supimos era galés, y desapareció por la calle principal de las bodegas. La brutal determinación del peregrino, suponiendo que lo fuera y no un majara, nos hizo dar un brinco de esperanza; nos miramos para saber que era aventura conjunta, y le seguimos.
Ya ni hacía chistes de los bocadillos. Un par de veces hablé de Dios otra vez, quizá a los suspiros de algún repecho. Tal vez fuese Dios la única posibilidad que existe de preservar pensamientos. Sobre todo los que no sabemos formular y acosan con inusitada frescura; que Dios esté en lo que hay que ver y no distingues ni sabes su proceso ni paradero; en lo que pisas, sea barro o yerba, piedra o desconsuelo. Algo diría a Soledad, cuyo silencio aportaba consuelo a lo que se formula como lanza arrojadiza; al pasado que no acaba de hundirse o futuro de arenas movedizas. Lo encontramos en una fuente maravillosa, digo a Paco, con su pila excavada y el fragor del agua que salía de la garganta de la tierra. Nos dio un minuto reloj en mano sin necesidad de aparejar pertrechos ni descargar nada. Ya se alzaba sobre su buena planta, equipado como corresponde a un marino de guerra, todo en orden, que quería decir en el sitio que lo había puesto. Como Dios manda. Busqué un lugar en la pila, algo más estético que estratégico, y dejé que el chorro de vida que salía del caño hiciera lo que quisiera con mi cabeza. Con agua en todos los recuerdos y últimas impresiones busqué a tientas las gafas y no las encontré: Soledad se había sentado en ellas. La cosa era clara: eran blancas, dijo; y, como todo lo que trasluce es transparente, no las vio. Sólo se ve lo inmencionable; a eso hemos llegado y va para largo. El marino examinó rápidamente la situación. Juzgó salvable lo transaccionable, y como no hubo derramamiento de hematíes ni víctimas aparentes, dio veinte o treinta pasos a uno y otro lado de su impaciencia por cargar conmigo, no con su mujer, que cumplía a rajatabla el programa establecido, y dio la orden de partir: “¡Cómo manda!; ¡manda mucho!”, repitió Soledad como estribillo, más para sus adentros que para constatar una realidad manifiestamente explícita. En su voz, más el hilo apagado de una cueva, había algo insonorizado que se escucha perfectamente. “Soledad, ¿llevas los bocadillos?” Paco se humanizaba a medida que era la hora de comer y el hambre sacaba su manita de porcelana. A Paco (así le llamaba ella como es natural, por mucho grado que hubiera), habría que verlo en cubierta de un buque de guerra. Era capitán de navío. Una de esas personas con las que uno se embarca en la vida hasta en la marina mercante, donde había prestado servicio. Como vino se fue con zancada poseidona, indagado el objeto de la visita. Ya en la trocha verde acompañada por rabiosa luz del día, Soledad hacía honor a su nombre guardando otra vez silencio. Yo rabiaba por decir algo absurdo que no me salía: “¿Sabes lo que te digo?”, ella aminoró el paso, clavó el bastón en el suelo con propiedad marina o jacobea (la escuela senderista había calado) y esperó mis palabras: “Que debías comerte los bocadillos; seguro que los has hecho tú”, apostillé como acto de estricta justicia.
Paco nos esperó en Tineo, nombre mítico; en la explanada cubierta de verde como un felpudo inglés había otros peregrinos, el bilbaíno entre ellos. Se cambiaron impresiones; quedamos en el albergue para ir a comer y seguir la tónica que prende o parece prender en el gestado compadreo. Se producía uno de esos nexos o ganchos más o menos fraguados pero laxos por no decir volátiles que duran lo que las palabras del acontecer humano. Había entrado a dejar la mochila en el “Mater Christi”, el precioso nombre del albergue de Tineo. Uno de los pocos que en latín y fonía consagran a la Virgen el necesario descanso. Extendí el saco sobre la cama, señal de que alguien ha salido indemne de la etapa; una más, para tu sorpresa. Salí a lavar a la pila, y vi a Soledad en la puerta. Me alegró verlos. Sabía que el capitán estaría cerca. A término de recorrido estaba al fin quieto. Departía con Rafael, el hospitalero, y el bilbaíno, que había llegado con un joven que también hablaba poco. Observaba al capitán llevar la voz marina y prender de sus palabras la atención que sabía captar en torno del cortejo. No precisaba de estar abordo para controlar la maniobra. Comentaba yo las incidencias del Camino con Soledad, o Marisol, como la llamaba Paco. Por fin podía oírle la voz; no los susurros soterrados de sus cuitas. En tan poco espacio no se cambia de altura ni de aspecto físico. Las dos eran iguales. ¿Cómo imaginar que el marino no hubiera llegado al “Mater Christi” y, contra la opinión de su mujer, que estaría cansada, de hacer once o doce kilómetros más, hubiera seguido ruta sin parar? El capitán, que tiraba de nosotros por los invisibles hilos de su superioridad numérica, aunque fuese sólo uno, hizo caso a Soledad, como se ve, y continuaron viaje a Campiello; exactamente lo que ella no quería. Heroico ver a una mujer dando réplica a un titán de la Armada. Por agua o tierra, los elementos calibraban su valía; al hombre aún le sobraban arrestos para coleccionar minerales, decía; otro aliciente en el Camino. Pensaba así al acercarme a aquel mascarón de proa, todo nervio, pundonor y singularidad cartagenera, con Sole, de mí para mí, al lado. La misma reciedumbre, a las puertas del “Mater”; igual apostura, el rostro de piedra que deben dar los vientos en el mar y la voluntad de dejar impronta en palabras o hechos vibrantes. Si no era Paco el que veía, ahora que, quitadas las gafas, hablaba con el bilbaíno y examinaba el perfil de águila que todo lo ve, y si no lo adivina, sería un clon. Quizá fuesen gemelos y querían gastarnos una broma. Pero la mujer no era Soledad, porque Marisol, en Cartagena, debía ir detrás de su marido callada sin saber qué hacer con los bocadillos; ratificándose en todo lo que mandaba aquel atlante; preguntándose si pararía en algún momento en nombre de Dios antes de alcanzar el albergue que distaba tantos kilómetros, la bitácora del día. No llegaron al “Mater Christi” como estaba dicho y lamenté; se habrían desviado por el viento y la mar rizada de órdenes inapelables que cumplir; sople lo que sople por la historia y digan hasta lo que no encubren las piernas. En la distancia, Soledad, dúctil, callaría y conocería en Campiello, a otra reina del Camino, Herminia. A esas alturas, lo más probable es que Soledad ya no sepa qué hacer con los bocadillos, ni siquiera si están buenos. En el “Mater”, los sosias, él también marino y antes de la marina mercante, como Paco, sin haberlos conocido, hace estiramientos; y su mujer, la nueva, lava en la pila, lo que da otro parecido.

CAPÍTULO IV. TAMBIÉN EL PEREGRINO TIENE UN PERFIL

Difícil olvidar a Juan Ignacio, ahora un recuerdo. El Camino, la distancia entre desencuentros y algunos desafueros; el que dejas y el que sale al paso. El perro que acaba pareciéndose al amo. En nostalgia, el albergue es la piedra miliar que asegura que nunca más verás al que precede o retiene la desgana o el cansancio. Lo que impregna la parte itinerante de la memoria. Quizá todos los recuerdos hieran para que el último mate. Pero al chileno, miliarmente hablando, no volví a verlo. Camino de otra etapa rememoro lo que quise decirle, retenido por el chorro en esplendor de aquella fuente que atrapaba pasos y sentidos. La gota de lejía que quería contarle a alguien, sobre todo, sin haber ocasión para entenderla; que trastoca el velo del invierno que plancha las calles; engolfa la estación que sacude de hombros y recuerdos. Cómo llegar a eso lo saben las estrellas; las noches insomnes, la madrugada ociosa. La lágrima que satura el aire de oquedad y envuelve la membrana gris de la niebla, que se la traga. Así eran los inviernos antes de hacernos otros; en definitiva, nada más que olvido se intenta ser y no fuimos; pálidos restos de un trazado fallido; siempre lo más próximos que conseguimos atar a nosotros. Entraba como exhalación para remecer tu vida y albergarla en algo sólido de cabida. Encender neuronas. La lejía de marras se iba a quedar al socaire de la fuente que le vio partir sin hablar de nada como en rescate de un arcano; sin interlocutor válido. ¿Dónde estarán los cartageneros? ¿Otearía Paco Finisterre , a su lado Soledad en parihuelas? Tampoco hablamos de Los Dolores que capturó el primer recuerdo de la vida. El que ya no sale sino para adentro. El color se determina en la luz que cifra el tono; lo mismo dicen de la cultura, que es un timbre de voz. No sé qué redunda en el fondo del cansancio; qué tonalidad priva cuando parece que no sientes nada. Expresar lo que los dedos señalan a un objeto que no ves. Creer el rasgo que niega el sentido opaco al descubierto. El niño que mira por primera vez la vida a través de una ventana no se asombra de nada porque todo lo acepta y convida; aunque no se entienda. Subí a la cerca y miré el árbol. Por única vez los conceptos cobraban forma y ligaban una meta, saltar y agarrarse a la rama más próxima. Acto volutivo que estrenó la vida. Entre ambos cabía el abismo de ensayar un salto; el vacío creciendo tu adentro como sabandija que no sabe estarse quieta; que nació para eso.
La tarde se había ceñido a ti en la parcela de la memoria que rescatarías si existiera. El cordón umbilical que se estrella contra la propia ausencia. Hasta el final el desalojo de las habitaciones eternamente quietas de la calle Nueva; macetas aún con vida y el lavadero hosco y silencioso de siempre abrumado por su propia historia; el abandono subsiguiente de Los Dolores. Lanzarse al árbol sin pensarlo, como así se hace, y en último extremo tender los brazos, listo el contacto rugoso de la corteza que asen los dedos. Providencia de que algo va a cambiar; de que la verdad nunca estará dentro de nosotros ni en las afuera que inventas, porque el revés de todo se traduce en la cabriola de una formidable incongruencia; la burda verdad de otra mentira cierta. Colgado, los pies sin inventar suelo, un contento atenaza la garganta mientras las cosas alrededor vibran con luz propia; la que ya disciernes como ajena. Una alegría insana reinventaba la risa; te mece en la hamaca invisible de lo que serán las horas. El tiempo que complotó hasta olvidar el acto de voluntad propia; arrojarte de niño a un madero sin saber qué trance media entre el salto y agarrar la nada de un deseo. ¿Cómo se grita y descubre la riqueza de lo que, de pronto, cobra cuerpo? La casa sigue ahí, trancada. La pintura descascarada en los tonos pálidos que descabelló el tiempo. Se oyen gatos desde fuera y parece que los pájaros atraviesan las salas provenientes de algún agujero del techo. Puede ser. ¿Es que nada se va a ir de la memoria? ¿A qué se agarra? ¿Acarreamos lo que roza el recuerdo, la ausencia que estratifica la leyenda? Siempre encuentras la casa más lejos, más vacía de ti y de sí misma; más pequeña. Perpleja en deambular fantasmas. Más insólitamente bella y descarriada en su desventura de soltera. Espejo en que se mira la promesa rota y la verdad partida; cuanto no llega. Tramontas la última hilera de casas que se ha comido el campo y el tiempo devora en esencia, podías haberles dicho a los cartageneros. Todo está quedando atrás, si acaso hay un adelante en ciernes libre de toda sospecha que indagas y no encuentras. Buscas parcelas que estratifica el recuerdo hundido en su propio pozo, oxidado el brocal: entras en el zaguán dormido, polinizado por las alas de centenares de mariposas muertas. Sales por la puerta del jardín. Así la llaman. Las viejas fotos dicen que está abierta, y ya te invade el olor de los geranios; el fresco candor de las macetas y la vista del árbol tan alto que ya sería imposible acogerse a su seno. La niebla te marea. Por fin accedes al recinto del silencio; al patio al que todo vierte su sentido del momento. La infancia se mueve; se tambalea como una mala broma. Entre espectros olvidados de habitaciones de techos altos y grandes manchas en las paredes, señal de que algo tuvo; todo lo que se fue sin estar necesariamente muerto sino roto. Quizá dormido.
Cuatro veces se puede ser precario en la vida para no exagerar contextos: no tener reloj, ni coche, ni móvil ni mujer: los Cuatro Jinetes del Apocalipsis no son suficientes para traer la felicidad. Pero sin ellos la vida se desboca. La quinta precariedad sería dinamitar la televisión en hora punta, que no sabrías. Apuntarte a la Georgetown para saber utilizar el móvil. ¿La mujer?, sombra que quema. El apartado verdor que cierra la puerta; que trae la luz cuando la noche aprieta. Cercado del que ni quieres ni sabes salir. El peregrino aprovecha la fresca, el enrejado que entuba vida, la mágica situación de pisar yerba; de meter la pierna hasta que el barro diga basta o quedarte pegado en la más fina arcilla, convertido en botijo de solera; de pincharte con las piedras, perderte con la niebla: nada más misterioso habrá que te envuelva y prenda de acicates para resbalar de nuevo. Nada conecta más con fantasmas que pasean trapos sucios a horas fijas. Lo que más desean. El peregrino aprovecha el desconcierto del día para preguntarse cosas, aunque no lo parezca ni nadie le haga caso. Se dice si hay un deseo de huir por todas partes y no lo sabemos. Acomodar lo ido en cerebro que ensopa y embebe porciones admirables de su propia cadencia. El Camino hace trinchera de lo que jamás cruzaste ni pretendías. Aldabón de orgullo y siesta placentera. Cuando el aire disuelve la tensa espera y ves más allá del sueño que no despierta; clavar el aguijón en algo que carece de cuerpo y materializa trascendencia. Tanto que apagamos la memoria y abrimos nueva cuenta con la vida. El albur camina al lado en la delicia perdida. Un mundo de sombras, otra vez los ñublos de Unamuno; rehiletes de sol, mugidos de vaca y nieblas son las credenciales del Camino. Cuanto apila la memoria y moldea. Exalta y traspasa expectativas. Claro que hay un perfil del peregrino, es el que viene. El que un día se planta para salir de sí lo que pueda y ayuden las etapas fieras. Se diga que quiere vivir, erradique sanguijuelas y convierta inutilidades en certezas. Paisaje y platos aparte, fascina el Camino por los personajes que encuentras. e, entrado en años, ocurrió a poco de salir de Oviedo, hacia Loriana. Un suizo que llevaba años
Fue en Peñaflor o La Doriga, tampoco recuerdo bien, donde otro asturiano, este más joven, acababa de volver también de Bélgica para dedicarse al completo solaz de la nostalgia de su casa. Confesó que lo que más había echado de menos los 37 años que había estado fuera fue el atavismo de cortar la yerba con la guadaña, que tenía a mano como trofeo. El hombre respiraba satisfecho por verse donde estaba; en aquel paraje que todo invitaba a vivir y dar gracias a Dios, rodeado de flores y macetas como su mujer tenía aquello. Tan agradable fue el encuentro que me olvidé de la mochila que llevaba a cuestas. A él volví dos veces porque, no contento con perderme por delante de la casa, al cabo aterricé por detrás, cuando la guadaña hacía de las suyas con la maleza. También la mujer a la entrada y salida del albergue de Villapañada, en pleno campo, entre su casa medio caída y unas berzas que sujetaba con la mano en minúsculo huerto; como esperando los “buenos días” que apuntalan la jornada. Provechoso el tramo que, a no andar mucho, con la imagen de la anciana colgada del aire, me paró un anciano. Cogido por el brazo para que no escapara, contó que no sabía qué hacer con su mujer que no cedía en el empeño. Ella quería divorciarse para quedarse “con todo” su patrimonio, heredado de su mayores, decía, y el cuantificado de una vida conjunta pasada en el bar. No estaba dispuesto a darle nada. No iba a zanjar; todo era suyo y no había forma de hablarle de gananciales; de que, quizá, la mitad fuese de ella, lo que provocó un ataque de tos que por poco se queda ahí, y su mujer de heredera convertida en universal. “No será así”, me lanzó cuando ya me iba sin haberle podido persuadir de nada. Gritaba (a la puerta del local su mujer), que si hacía falta la mataba; que el bar era de él. Uno de los hallazgos más indescriptibles por el poso que dejó su encuentro fue Mr. Shulton. Delgado, firmrecorriendo malaterías del Camino Primitivo para publicar un libro. Los kilómetros que quedaban para El Escamplero fueron reveladores de una realidad desconocida que saturaba en la imaginación la larga pervivencia de lazaretos en Asturias.
Shulton iba a la malatería de San Lázaro, en el concejo de Tineo, que así se llaman también, entre otros nombres, los hospitales que acogían a leprosos. En Mirallo de Abajo, ruta de Tineo a Pola de Allande, entre Cachorrero y El Pozón, se proponía hacer fotos para ilustraran su obra. Recorría de nuevo la media docena de albergues, al menos, con que cuenta el concejo, entre ellos el de Mirallo, Arganza, Borres, Barca, Pereda y La Silva, esta última antigua malatería también. Hablaba de D. Julio Antonio Fernández Lamuño, cronista oficial de Tineo, Tolivar y Lorenzo, algunas de sus fuentes; investigaciones ampliadas hasta convertirse en un experto en materias del alma tinetense. Salió a relucir la ermita de San Lázaro de Mirallo, asiento de una leprosería, en cuya proximidad se alza la Fuente de los Malatos, que por tradición sana afecciones de la piel. Desaparecidas las funciones de estos centros de acogida, resta el vestigio de las huertas que proveían de sustento y aportaban plantas medicinales para curaciones, como la “Hierba de los leprosos”. Tal es el caso de La Silva, en el extremo sureste del concejo, cercana al histórico enclave de Tuña, lugar natal de Riego. Quizá sea esta malatería la que disponga de documentación más antigua de su existencia. Un mal que se atribuye a los romanos su introducción en Asturias. Shulton cita a Tolivar Faes y dice que los centros nacen probablemente al fundar o dotar personas pudientes o piadosas lugares de acogida como ofrenda a Dios, entre otras consideraciones. Parece ser que hubo un buen número de afectados por esta enfermedad. Desgrana al paso el sombrío y fascinante mundo de las malaterías a que se acogían los leprosos, en su mayoría modestas construcciones. Diez enfermos eran muchos para albergarlos bajo techado, asegura; lo normal, cuatro o cinco, aproximadamente. Pero tenían sus derechos, mucho para la época, y contaban con capilla, establo para el ganado y habitación. En su habitáculo disponía de cama, hogar para encender el fuego y mueble para guardar pertenencias y provisiones. Shulton sacaba a colación investigaciones de este último experto para establecer que la permanencia de leprosos en los hospitales oscilaba de pocos meses, cuando morían, a más de diez años; y cita el caso de un peregrino ciego que en el siglo XVI estuvo más de 30 años en El Ferradal. La media de estancias era de alrededor de tres años. Aunque parezca extraño, hubo querencia por estos centros gracias al sistema normativo y reglamentista que abogaba por ellos y velaba por su suerte. Sanados, podían rehusar abandonar el hospital del que había hecho un estilo de vida, y rentabilizar los fondos aportados al entrar. Si hubo enclaustramientos de más de 30 años, también se registran los que pasaron a mejor vida en sólo meses de estancia. Asimismo podía contarse con sepultura. Probablemente el leproso estuviera mejor, en el sentido de estar protegido, que muchos campesinos que vivían a la buena de Dios. El malato, nombre dado a estos enfermos, dejaba el mundo tras recibir notable cuidado religioso y alguna asistencia médica con aporte de plantas medicinales que proporcionaba el huerto. Los enfermos eran igualmente obsequiados con un rosario que implicaba la obligación taxativa de rezarlo juntos tres veces al día, so pena de excomunión. Entre las obligaciones religiosas figuraba oír misa los domingos y cuando sus males les dispensaran. También gozaban de privilegios, al haber centros donde se les eximía de tratos con la justicia. Quizá el capítulo más llamativo atañe a la moralidad que primaba en estos lugares, motivo de conminaciones y expulsiones flagrantes. Como el de una leprosa, de la que había soporte documental, expulsada por no llevar “vida honesta” entre los muros de acogida, allá por el XVII. En este siglo hubo malaterías que excluían personas por no ajustarse a cánones de conducta de la época; mujeres que, solteras, pariesen en la leprosería. La castidad, pues, parecía “garantizada” en este mundo reglamentista, y el largo brazo ejecutor expulsaba a quien yaciera con su mujer intramuros. Hoy resulta insólito que la malatería pudiese ser incluso buen negocio. Al amparo de esta consideración, o del mayor afán caritativo de aquellos días, las malaterías, también llamadas conventos o palacios, crecieron con los siglos a más de 50 en Asturias. Negocio era porque, tan pronto se creaban, afluían bienes, mandas y limosnas para su sostenimiento. La labor asistencial se extendía a puentes y barcas que configuraban el sistema asistencial del enfermo. En terminología medieval y moderna, si la malatería se llamaba palacio, el leproso atendía a las voces de malato, lacrado y plagados, entre otros. Finalmente llegábamos a Tineo. Shulton calló y me esforcé en recordar las fantásticas historias que se pueden encontrar en el Camino si atiendes al caudal de personajes únicos que surcan la ruta materializados en mochila y sueños; años pasados en archivos y bibliotecas siguiendo el rastro de un fantasma; el rompecabezas que aquí se trata de encajar aunque siempre falten piezas. El esplendor de cuanto sale al paso. Un fuerte apretón de manos selló el regusto por contar lo que se cuenta como lo dijeron.

CAPÍTULO 5. RAFAEL

Parece introductor de embajadores. Rafael Cortijo extrae su acervo de raíces que florecen en Monforte de Lemos, con permiso del 50 por ciento que falta, que es extremeño. De Guadalupe. Ganas tendrá de llevar relaciones públicas de las meigas, a alguna de las cuales debió tratar de chico y otras de mayor, aunque lo niega. Callar es su bastión cuando sabe que está en lo cierto, y le importa un ardite llevarse la verdad a casa; su resoluto deseo, en el que sólo manda él por mucho que se intente variar el sesgo. Aunque ya no cumple 25, no está mayor. Difícil saber dónde se encuentra porque su ascendiente gallego por parte de madre le impulsa a estar en todas partes y en ninguna con tal de enterarse, aunque nada más lejos de ser cotilla. Un lord británico tampoco lo debe ser. Hombre de saber y callar a partes proporcionales de la educación que se gasta.Tanto se adelanta a los acontecimientos, que a poco de nacer se trajo el ADN galaico y el ribosoma guadalupano y se plantó en Tineo, lugar del que se empieza a hablar pero no se acaba. Estuvo en Sevilla, pero es igual. En todas partes ha sido él cortado por donde le decía al viento que marchase; así las gasta sin que tampoco lo parezca. Es un carácter; nada le cuesta sacar los truenos de la jaula que lleva en mano cuando la armonía se conturba más de lo estipulado. Donde esté será inalterable; stainless, las más de las veces. Incombustible en la raigambre que domeña y hace suya quiera o no quiera. Se le verá aparecer, si quiere, atildado hasta de voz, elegante siempre. Si todo sigue así, se levantará de las ruinas del próximo holocausto quitándose astillas de encima, arreglándose la ropa y saliendo a ver qué pasa con la Cruz Roja de la esquina, otro de sus afanes preclaros. Tiene algo de Guevara, no del “Che” y su secuela, sino de Fray Antonio en su menosprecio de la Corte y alabanza de la Aldea (véase a Tineo garante de esencias); y del otro Vélez de Guevara y su “Diablo cojuelo”, por su afición a observar fachadas, lo que hubiera hecho de él un buen arquitecto; ratificarlas o poner pegas. En Tineo tiene sus cimientos armados; vive como si nada echara en falta y sólo las verdades cantaran para él las noches de invierno; los pájaros solazaran el resto del año. Rafael capta hasta lo que no tiene remedio. Como es muy listo, se ha especializado en ayudar al prójimo por lo gratificante que resulta, lo que es dar la mano al egoísmo como negocio. Tan escandaloso y fuera de época será pronto atender al necesitado, que en dos veranos estará estatutariamente prohibido por la Autoridad en curso. Qué rara vez hombres así dejan de estar a cargo de lugares importantes; como el “Mater Christi”. Nombre tan dulce al peregrino que invita a trasponer sus paredes encantado. Es sincero. Si hace falta tacha de calamitoso tu estado tras venir de Obona, lugar de nacimiento de la sidra y holgar del gran Feijoó, que tanto influyó. Rafael Cortijo, como Leopoldo en Viñapañada, hospitaleros ambos, enseñan otra vida no anclada a la tarjeta de crédito ni al coche que crispa. Llegué sin avisar, privilegio del más destartalado peregrino de la ruta, lo que agencia distinciones en el Guinness de fenómenos naturales.
Desplegué el saco de dormir sobre la cama; seña de que la plaza era mía. El albergue, franco, airoso. El hospitalero iba a comer con el titular de la Asociación de Amigos del Camino de Santiago Astur-Galáico del Interior, D. Laureano García; no sabiendo qué hacer conmigo, me llevó con él. Recorrimos la cuesta que serpentea y baja hasta el local. Pedimos la especialidad del día, lengua de cerdo; la ingerí contando y escuchando el abandono de Riego de cuando lo mataron. Riego es de por aquí, de Tuña. Lo transportaron en un serón y ahorcaron sin contemplaciones en la plaza de la Cebada, en Madrid. Hay una lápida que recuerda esa vileza. Ahora, cerca de su lugar natal, comiendo, estaba el bilbaíno con su amigo. El de Bilbo me daba entonces el segundo esquinado de jornada, que la vida es muy dura. Pero venía de ganarme la Indulgencia Plenaria en la catedral de Oviedo y mi corazón no estaba para rencores ni querellas; incluso después de lo del cerdo. La gesta de las sandalias se había desinflado ya como todo de lo que se abusa. Dio de sí. Como el plexiglás. Con algo más se tendría que animar la etapa a partir de ahora. Aunque la suya pasase a la historia. El día, cargado de esperanzas. Presunciones por validar las horas. Apócrifas identidades y equívocos fulminantes que se esconden en cada abrir y cerrar de ojos. En el albergue, el bilbaíno se empeñaba ahora en que yo era famoso y pedía con insistencia mi nombre completo. Pura compensación de renuncios. En el patio, Soledad no era ni siquiera Marisol ni la pareja que llegó la que se esperaba en el “Mater”. Puro conflicto de personalidad. Aunque hablaban igual, idéntico movimiento corporal, y el suplantador de Paco, para más liar la cosa, no se contentaba con tener la misma efigie que el cartagenero y su perfil de hierro, sino que también era marino. Como el capitán, había hecho el curso que facultaba el paso de la marina mercante a la de guerra. Quizá esto pase en el Camino nada más, donde la representación de lo posible está en que quieras hacer caso. De Rafael, que se escurre un poco en el tropel de su alcance, otra nota: al conmoverse no ejerce un músculo de la cara, con ser tantos los expresan cualquier cosa. Recibida la descarga emocional, cuando esperas que diga algo, aunque sea por cubrir las apariencias, se cierra en banda. Hierático, mira a un frente imaginado; la hondonada que cae a los pies del albergue, y allí se queda, plantificado. Calibrando a destajo. Dejando que el efecto se disuelva donde abrevan los recuerdos y ahonda la memoria que permite el alma. Tiene el porte de una estatua que calla, y cuando otorga lo hace a medias, dando la impresión de que planea por la vida con o sin motor. Se altera poco. Su condición, guardar laberintos y cajas de Pandora para que no armen bulla; salvar meandros en cajas de seguridad que periódicamente llena y vacía con los ancestros que maneja su mollera. No se sabe bien dónde está porque, como hemos dicho, y si no lo indico, gravita en la reverberación del terreno; en el espejismo del desierto que barrunta la vista. Podría levitar si quisiera (su modestia lo impide) porque en la mirada guarda un místico, lo que siempre es bueno para un hospitalero de solera… Se volvía a subir 200 metros; luego se desciende en picado hasta Campiello, el reino de Herminia. Recordé el afán que Rafael y yo tenemos por las fachadas; cómo hablamos de poner esto, quitar lo otro, en juego de volúmenes y ornamentos. Curiosamente, a mí me pasa lo mismo. Un vicio irredento que se desarrolla con el tiempo. Ya somos dos los afectados por la plaga, aunque Rafael es peor.
Va este texto en su homenaje, que habla de la cosa. Título: “El vaciador de fachadas”. Dice así:
“De haber sabido que tenía esa facultad me habría caído de espaldas. Hoy lo acepto como algo irremediable. No lucho contra la cualidad que se me ha dado innata. Ni reparo en las consecuencias que he debido acarrear antes de hallar la solución a lo que podía haberme costado la vida. Normal que las fuerzas que hacen depósito en ti arrastren a los fondos de donde no puedas salir; que zarandeen en toda su violencia. Implosión vaciada de sustancia que lleva a una parte de ti cuyo acomodo desconoces; transforma la esencia de las cosas por donde pasas. Así el día que decidí pararme. Estarme quieto en la carrera inercial que empujaba sin sentido. Detenido cuando la prisa conduce como caballo loco a ninguna parte. Meses de buscar un anclaje; la razón para acondicionar el resto de la vida de otra manera. Zanjé el trabajo. Miré el dinero que tenía. Puse en venta el piso, y tras ser adquirido a bajo precio, me instalé en un apartamento que sentó las bases de lo que haría en lo sucesivo. Ser soltero facilita las cosas. De estar casado y tener hijos, nada de esto hubiera ocurrido; todo sería el trajín sin nombre que hasta entonces había llevado. Tampoco tenía novia que llevarme de las riendas; coparme de consejos, sexos, coladas y advertencias para el porvenir. La picazón que sentía, el origen de los cambios que sacudieron mi existencia, me expulsaban de mí, de la visión interior que de mí sostenía. Ya de mañana me fijé en lo que veía y encontraba. Poco a poco me fui haciendo un adicto de fachadas. Era una ciudad señorial; la mejor de España para adentrarse en sus calles, en la portentosa intensidad de inmuebles y comercios. Avenidas repletas de ornato, muchos únicos en el mundo y había creado escuela, encajados en hileras de árboles y amplios paseos; tiendas de las más renombradas firmas. Nada digamos de los ejes urbanitas: el modernista, bauhaus, portuario, ecléctico, etcétera. Bellezas que animaban a proseguir lo que me había atrapado como un sueño, de ignorar que el tiempo era un señuelo. Pronto salía el sol. La calle esperaba en toda su peculiaridad urbanística, trazada quizá por el llegar espontáneo de las olas; las colinas del otro extremo de la ciudad se revestían de urbanizaciones de pocas plantas que completaban la mano del hombre y la historia; el temperamento, la gastronomía que les había amalgamado. Por la noche, deshecho, con los pies ardiendo de patear aceras, recopilaba imágenes entornando los ojos; preguntándome qué haría con todo aquello que tan brutalmente se había posesionado de mí; el deseo de que algo me llenara, tal vez. La vida no se poblaba sólo de gente sino de edificios; fotos, libros basados en la arquitectura de aquella capital. Leía trabajos especializados en la materia y asistía a conferencias en el Colegio de Arquitectos y el Casino. Confeccionaba dosieres con recortes de prensa sobre adecuar el mundo a conservar el patrimonio artístico, que como la catedral, el Palacio y otros monumentos, era también de la Humanidad. Me apunté a cursos donde se hablaba de esto, y pronto me sorprendí dando mi opinión sobre cuestiones que jamás hubiera creído exponer en público. En cierta ocasión, un periodista vino al piso a preguntar mi parecer para una encuesta. Me hicieron una foto y salí en “La última” entre una hilera de rostros que teorizaban.
La vida se encarrilaba ferroviariamente sobre raíles de destino desconocido cuando algo pasó que me dejó perplejo. Jamás pensé que llegara esto. Tenía sospechas, cierto, de que algo raro estaba ocurriendo. No dejaba de pasar seis o siete veces por la misma calle, en la misma manzana, a la misma hora, buscando una fachada que me había gustado, y no verla. Entonces, apoyado en mis libretas de campo, tenía el vago propósito de escribir mis impresiones callejeras. Todo fue automáticamente cancelado. Los casos se sucedían, como mis paseos; se trastocaban y mutaban. Se combinaban o aparecían por generación espontánea, si el arte arquitectónico cree en lo imposible. Donde había un edificio fin de siglo, sus miradores, gárgolas, lagartos y torretas que coronaban su mole, encontraba una caja de cerillas siempre de color pistache, jamás alusiva a la obra maestra precursora. Rápidamente me entró el pánico. Si me pasaba a mí, oculto en los vericuetos de mi mente, y hacía de la sociedad un catálogo forense de anatomía urbanita, ¿qué no pasaría con los vecinos que perdían su gloria para habitar bloques vomitivamente pistaches? Todo hacía suponer que el culpable de aquel desaguisado era yo; que mi paso por la ciudad sembraba de guiñoles y muñones edificios catalogados que no merecían esa suerte. No sabía qué hacer. Me enclaustré. Permanecí días enteros en vilo pendiente de los telediarios. Nadie se explicaba lo que sucedía. Decían que era un “Expediente X”, la serie de televisión que se cebaba con la parapsicología. Hablaron de abducciones y ovnis. Puro disparate. Lo único bueno era que se había llegado al final de un proceso. Tocado fondo; que ningún otro caso se había detectado desde no salir al exterior, para mí el extranjero. Las autoridades y el Ejército se movilizaron para proteger la identidad primigenia de los barrios famosos y evitar mayor expolio. Un día llamaron a la puerta: - ¿Sí? –temblaba; maldecía el día que dejé vida anterior, mi oficina, mi Seat y hasta la novia que no tenía; ser el don nadie que se trasmutaba en peligro público. - ¡Abra! –dijo una voz entre la nube de rumores y flashes que abrumaba el descansillo-. ¡Es la policía! Reconozco que se me bajó el alma más aún que cuando cometes un pecado mortal o no comprendes por qué se había ido. Era exactamente lo que esperaba; lo que, indefectiblemente, tenía que suceder. ¿Qué más cabía esperar del insensato ejercicio de absorber la esencia de las fachadas; vaciarlas de contenido una vez te las llevas puestas? Abrí psicomotrizmente alterado, con signos de haber bebido o estar drogado. Ellos entraron en tromba. Me enseñaron la orden judicial, curiosamente parecida a un pase de metro, y empezaron a registrarlo todo. Versallescamente invité a entrar cuando ya miraban los tenedores de la cocina. En el fondo me alegraba de que todo hubiera acabado, aunque mi suerte fuese incierta. Saqué sillas, como si fuera una merienda. Los que pudieron se sentaron, y los demás quedaron en pie a espera de acontecimientos. Un hombre pequeñito con una carpeta bajo el brazo husmeaba mi dormitorio, y dos o tres más revolvían en los cajones y abrían maletas y armarios. - Dígame –dijo el que llevaba la voz cantante, aunque se le rompía en gallos:- ¿Usted es el Jacobo Arlés? - El mismo –dijo una voz contrita; apasionadamente arrepentida de los hechos. Estaba impresionado de aquel despliegue coercitivo; del desbarate de mi presunción de inocencia. - Pues tiene usted que acompañarme. Haga el favor de vestirse y venga con nosotros, que el juez quiere hacerle unas preguntas.
Ante mi estupor, para más oprobio, la súbita llegada de las huestes de la Ley y el Orden me había pillado en calzoncillos (parece que siempre pasa lo mismo), y así continuaba delante de ellos y de los periodistas, que no se cansaban de hacerme fotos y yo tragaba. El juez estuvo fino. De inmediato supo que yo no era un terrorista ni miembro de ONG. Era algo peor, un imbécil y un error de bulto. Calmado en su apreciación me dijo que cómo lo hacía. - ¿Cómo hago qué, señor juez? –pregunté. Quería dar la sensación de que efectivamente era imbécil por lo de las eximentes. - Cómo cambia usted la fisonomía de una calle, un barrio, una ciudad, con solo pasearse por la acera. Cómo la esquilma –dijo esta vez más acalorado. - Si le digo la verdad, señor juez, sólo tengo una explicación posible, no confirmada, a la que he llegado tras largas indagaciones en la material. Repito que puede no ser así, pero no se me ocurre otra… - ¿Podemos saber cuál es? El juez estaba interesado. Pocas veces cae un caso así, y con toda seguridad nunca más le caería otro. De no ser por el clamor social suscitado, la angustia pública y el bajón de la Bolsa, el asunto era sin duda interesante. El hurto, usurpación o vandalismo y alevosía causados se aliaba con las furibundas coces nacionalistas que se sentían expoliadas. - Capto la esencia; el sentido integral de la composición urbana; digamos que me fijo en el ornamento de la fachada; el encaje de balcones, rejas y esculturas que adornan, y algo ocurre en mí, se cataliza en el cerebro, y me las llevo absorbidas, señor juez, si me permite el término. Luego se quedan lisas, pistaches y relamidas, ignoro por qué el color, señoría. El juez se quedó perplejo. Abrió tanto los ojos que se le cayeron las gafas, señal de mal augurio. Era un tipo rubicundo, con cara de comer bien y tomarse las cosas con calma, incluso esas. Se pasó el pañuelo por la frente, blandió el mazo y me miró de nuevo: - ¿Está usted seguro? ¿Eso es así? ¿Puede constatarlo? ¿Forma usted parte de banda armada? ¿Qué tiene usted contra nuestro patrimonio cultural y las divisas que devenga el turismo? - Nada, señor, digo señoría; se lo aseguro. Mi delincuencia urbanística es para mí una sorpresa y una incógnita. - - ¿Pertenece usted a Asociación ilícita con ánimo de subvertir el orden? ¿Se ha beneficiado usted últimamente de fondos reservados?El juez no paraba. Estuve horas así, y lo mismo ante sucesivos jueces y policías que interrogaban sobre idénticas razones, sin poderles decir otra cosa. No sabiendo qué hacer conmigo me llevaron a la isla de Tabarca, ignoro por qué. En televisión vi que el caso no hacía mas que crecer. Parecía no tener fronteras. Había alcanzado interés mundial en esta sociedad interaccionada en que pronto se sabe todo en todas partes menos donde hace falta en detrimento de entender algo. Era verano y había pocas noticias, por lo que el asunto adquiría dimensiones que aterraba. En Kosovo habían tomado medidas para que algo semejante no ocurriera. Lo mismo en Macedonia. La Unesco exponía su preocupación, a juzgar por las misivas que llegaban a los centros oficiales. Decían que dos como yo acaban con París y Venecia en un paseo. Tenían razón. Era consciente de la barbaridad que había hecho aunque, en mi descargo, fuese ajeno a la portentosa habilidad de mi talento. Afortunadamente, llegó el invierno, que todo calma un poco. En la isla, aburrida para todos en esa época del año, hacía demasiado frío para mis guardianes, funcionarios de Bellas Artes entrenados en artes marciales, entre otra guardia pretoriana. Mi cometido: acompañar a los bomberos en sanear fachadas.
Prevenir cascotes y desconchones de aleros en la vía pública. Subía la escala vestido de bombero para evitar suspicacias y falsas interpretaciones, que mi foto había salido en la prensa; tras el andamiaje, me concentraba en reponer el entuerto; reparar con la mente el desperfecto y regresar con Una noche, en el mayor sigilo, fui trasladado a tierra firme. En una motora. Seguían sin saber qué hacerme, aunque algo barruntaban; si encarcelarme en vida o tirarme al agua. Gracias a Dios, la pena de muerte acababa de ser suprimida del Código Penal, Los periódicos querían que confesara a toda costa y me dejara de martingalas; todos coincidían en que ya estaba bien de monsergas dilatorias de un caso que había que zanjar con sanción justa y restitución del daño hecho a la ciudad. Querían cómplices. En el ático que me instalaron me sometieron a diversas pruebas de la verdad, como el polígrafo que trajeron a toda prisa de la TV; mirar directamente a los ojos a uno que tenía mucha vida interior y las prácticas de una vidente. Pero la exhibición pública y macarrónica de las fotos del desastre y su promiscuidad visual desataron todos los demonios. Por un lado se pedía mi linchamiento, con razón, y por otro se avanzaba en el estudio de lo que había ocurrido. La transacción se abría paso por primera vez hacia un final cuerdo, creía. Se trataba, dijeron, de trasponer la imagen alojada en el cerebro; invertir el proceso de restitución que anulase la chata realidad de las paredes dejadas a mi paso. No podía creérmelo. Pensaba que no podía funcionar. Pero, bien mirado, se trataba de la vuelta atrás del asunto desencadenado. Nada podía perder. Me tenían cautivo y me interesaba colaborar; contentar a esos señores que, a la postre, no habían acabado por tirarme al mar ni metido en una celda hasta que los americanos resolvieran el caso. Pusieron las 220 cajas de diapositivas encima de la mesa. Cargaron el proyector y durante semanas me sumí en la interpretación somnolienta de lo que pasaba por la cabeza cada vez que me llevaba una de las fachadas a casa, vaciadas hasta de la historia. La encomiable previsión de tapar con lonas aquel muestrario de horrores evitó que el mal trascendiera y paliara la alarma social; lo que hubiera supuesto más pruebas psicoanalíticas, más mirar a los ojos persiguiendo la vida interior, extracciones de sangre y comparecencias ante la justicia. Cuando todo acabó me volvieron a llevar a la Tabarca para que me repusiera. Estuve mucho tiempo delirando. La cabeza, sometida a agujetas de ácido láctico, me taladraba las sienes y distanciaba de mi antiguo placer por las casas, que ya no existía. Era parte del tratamiento. ¡Y el experimento funcionó! La trasposición fue un éxito, y con la facundia que me llevaba material a casa, lo devolvía con la mente a su sitio, incluso más limpio, donde permanecía oculto hasta que el técnico de Urbanismo, la vidente de la televisión, el psicólogo argentino y el delegado de Bellas Artes que constituían el Equipo de Crisis creado al efecto, daban orden de retirarlos. La gente, confundida, alarmada, quería volver al lugar donde habían nacido, y todo se fraguó en un cúmulo de razones contrapuestas; desazones a gusto de todos, que a nadie satisfizo, a todos dejó confusos y a mí me repuso la libertad pasados veinte años y un día, que se quedaron en catorce meses por buena conducta. No en vano, en el colegio me habían dado un diploma por portarme bien y una copa por ir a misa. Sólo un punto quedaba pendiente. No sabían si revisar la causa y meterme otra vez en la cárcel con cualquier excusa, o provechar mis dotes para fines presupuestarios. Primó lo último. Me hicieron funcionario municipal de Parques y Jardines. Ahora, nada de mirar fachadas con fines fraudulentos. el coche tanque a la base tocando la campanilla, que la sirena todavía no me dejaban. La Autoridad ya había calculado el ahorro que todo esto suponía y estaba contenta. Por no hablar de prevención de accidentes laborales”.
Le recuerdo sentado, digo a Rafael, atento al texto. Pensando qué tendría que ver con él, que es lo primero que piensa un medio gallego, y Rafael es de pro. No había movido una pestaña. Terminado el relato, miró un punto indistinguible del Universo que se sabía de memoria y tenía trato de preferencia por cualidades humanas y algo siderales. Se concentró en ese punto de gravedad que en la Historia hace mover las cosas y rompe las palancas. Dijo algo que no recuerdo bien pero que era sabroso y pasó a otra cosa con la impunidad de saber que podía hacerlo. Más “british” que nunca.

CAPÍTULO VI. HERMINIA DE CAMPIELLO

Hacía Los Hospitales hay que pasar por el emporio de Herminia, la estratégica Herminia de las guías que acoge con soltura a todo el mundo. Tiene casi la exclusiva de las provisiones, exulta en todos sus gestos, hiperactiva en atender necesidades jacobeas, por ejemplo, bajar a Borres, donde hay un albergue; proseguir la magna incursión en Los Hospitales, bajar a Pola de Allande o asomarse al embalse de Salime, cuyo aspecto es un poco tétrico. Todo acaba por estar igual después de que no se acuerden de ti. Todo es prescindible y nada mece el tiempo el recuerdo que te lleva sin saber de ti; a qué precio; a qué prisa. No hay sueño sino búsqueda. La búsqueda es sueño, Calderón; no lo que buscas. Todo pierde forma hasta quedar la esencia; la parte alícuota de la nada; se hace solo en compañía de la ausencia. Nada basta al deseo que no se comprende. La especificidad de la piedra es que no lo sabe y le basta; la del hombre, convertirse en cantera. Todo es arrastrar lo que crees que fue tu vida y es itinerario de otro; Inventario del que venga al lado. Los caminos confluyen para anegarse de nuevo. Negar el saludo y dar la espalda. ¿Qué queda de la experiencia tangible de una idea? El velo que descarría. ¿Qué habrá cuando nada tengas? La Banca se lo queda. Todo es diferente cuando no se ve de ninguna forma, paso primero para entender la ceguera; el canto del pájaro que licúa el CO2 cuando le dejan. Todo reluce su nexo con la nada; la existencia de lo que se fue dando un portazo, y cierra España. Todos los años hace el año al revés hasta que no hay años. Sólo haz sin envés; la cara sin moneda. Cruz sin estrellas. Lo mejor del sueño, despertar a lo que huye con él. Todo tú eres las veces que no hablas contigo ni te interpretas, desnudo de recuerdos; despojado de señales que atañen tu conciencia, desvanecen los pasos sin concurso de nadie. La persistencia de la memoria carece de nombre. Se ha fundido; broza de un tiempo laminado y satisfecho. Todo se estropeó cuando vino el por qué. Cuando le abrieron la puerta. ¿Para qué seguir el comatoso canto del silencio, la cáustica verdad del que siempre está en lo cierto y en lo suyo? Había una forma de vivir que se llamaba lo siento, y no estaba mal. Todo era el alboroto de la sangre buscando salida. Habrá forma de vivir en las afueras de la idea, aunque nada contempla más que romperlo sin contemplaciones. Cuando no se puede más siempre hay alguien que te llama idiota; o más rápido sacando el revólver. Se congenia lo que nació muerto de risa; se descompuso pronto en silencio; en la participación brutal de nada en todos los negocios. En el asumido verdor de lo que no se riega y cautiva luminarias de esferas; en la noche tener algo que tocar y extender las manos en la masa del sueño; en la líquida conciencia que, al hacernos peor, reconforta el yerro. Adereza el arrepentimiento no se sabe de qué culpa el chaparrón que anega.
Un flash, la ráfaga trae a Nuestra Señora del Fresno, etapas atrás, quién lo dijera. El sol achicharra las piedras. Juan Ignacio, el chileno, aduce que tuvo que salir corriendo de sagrado. Un perturbado, uno que no podía seguir con todo, se lanzó sobre él cuchillo en mano; dando gritos, propio de estos casos. El lugar, poco apropiado para manifestaciones lúdicas: el santuario que hasta casi mediados del siglo XIX estuvo a cargo de los caballeros de Jerusalén. Con raíces en el siglo IX, lo que hoy se ve arranca del XVII. Las guías dicen que la cruz pétrea que arrostra el cementerio traduce que estamos en el Camino de Santiago. Juan Ignacio salió por piernas del destino para el que había salido de su patria; dejó en el pórtico su mampostera mochila y, como príncipe de la iglesia, cubrió la entrada porticada y salió al Camino ya libre de acechanzas; quizá el milagro anónimo al no haber periodistas; esquivar a un alucinado gracias a la Virgen del Fresno, bien enclavada, por cierto, en su colina. Juan Ignacio volvía recurrente como lo que se deja atrás sin remedio; sin posibilidad de ajustarnos las cuentas. En realidad, se vive lo que no se sabe, gracias a Dios. Toda vuelta atrás, que es el fondo de la sabiduría; el dulce pájaro de la enfermiza lucidez al que nadie le ha visto las plumas. Cuando todo es tan así que no sabes si trastabilla, canta, duerme o vuela. Lo mismo el hombre en su jaula mortal. Nunca se sabrá a qué apunta la voz ni qué se propone cuando sale campo traviesa a cazar razones; de qué manera la forma determina el silencio y no el órgano. Triste verdad dormida. ¿Dónde estás que te has quedado ciega? ¿Se sabrá la luz del día, en qué te encuentras que no te quieras ir? Todo pináculo vende sus cimientos al mejor postor; cae al primer embate de la memoria. La consigna de entenderte en su estuche de cristal. Juventud, divino despilfarro; agujero por donde se va cuanto no has hecho; la ventana que pronto alumbra el silencio; cuanto se va por nada, sin saberlo; sin sentido. Al viento. Todo sabrá a miel cuando se rompa la aurora; cuando la vida no sea ver crecer la luz a hora fija ni en conserva. Nada dañará que no haya matado antes este circo sin payasos. Nunca habrá sorpresas en idea manca manchada de amarillo. ¿Dónde está la gente que soplaba el aguardiente de su vida? ¿El calor que atravesaba el pecho de pensar que hay un comienzo, un destino; que se prosigue algo y al final te dan el nombre que aceptas por todos los que has perdido sin poder contenerlos? Todo vuelve a ser. ¿Dónde va la luz cuando se olvida de ti? ¿Será la vida el caracol que se te pega a tu costado sin reparar en ti? Todo fue una vez que no quiso ser lo abstruso del significado. Todo aventarte es recoger cenizas: nada dispara más el ánimo que una “Smith & Wesson”, le dije al chileno y sonrió. El encuentro, la chispa que apaga la experiencia: llega un momento en que la repetición es todo su aserto. Todo se vuelve contra su centro de gravedad. Sin verlo.
Tal llena la cabeza hasta reparar que estamos en Campiello, la tierra de Herminia. Antes de entrar a su Far West particular, a su “Saloon” de amplia acogida, Herminia se adelanta a dar facilidades. Tiene sitio para pasar la noche. El bar está abierto, bulle y juega España un partido, no hace falta decir de fútbol, que siembra de gritos y lamentaciones el local medio establecimiento de abarrotes y club social, a la espera de que llegue la noche; deje de llover y el peregrino se retire después de cenar bien. Herminia se ofrece para llevarte a Borres por la mañana si quieres atravesar Los Hospitales antes de llegar a La Mortera, que todo es ayuda y se agradece. Me quedaré en una de las habitaciones que alquila. Antes descubro en el comedor, por el son, a los mexicanos traídos a Asturias por el cabeza de familia en viaje de remembranzas y saudades, que al final es lo que queda cuando no tienes sitio en ninguna parte. Como no tengo arreglo suelto que, de pequeño, viví en México. Tales recuerdos se alzan que casi ahogan, dejan a descubierto emociones que nunca duermen del todo ni perecen. Se rememoran calles, institutos donde fuiste tuercebotas; comercios que pasan al ancestro capitalino y lo que remueve la memoria cuando no sabe ni quiere estarse quieta. Me despedí pensando cómo pasa la vida sin nosotros y encargué a Herminia que les diera un par de botellas de recuerdo, que aquí serán de sidra que exaltó Obona. El bar efervescía y España perdía, también como debía ser. Todo estaba en orden. La luz hablaba por la boca de la noche. Tenía el local un aire de frontera bullicioso y juguetón; como de buscadores de oro satisfechos de no encontrar nada; esmeralderos olvidados de su función, quizá por el resultado de la pantalla. Fuera la atmósfera dejada en paz condensaba el terso escenario que parecía no haber tocado la mano del hombre; si acaso por la vista o el pensamiento, apenas molestado por el tránsito de algún peregrino; el trajín sin fin de Herminia en su correa de producción que abarcaba todo, todo lo disponía para ordenar el amasijo de ofertas y servicios que pasaba por sus manos. Di unos pasos fuera. Había comenzado el segundo tiempo, que en España siempre se refiere a fútbol. Llegué a mi cuarto cuando me alcanzó la onda expansiva de un gol en contra para tender la ropa que no se había secado en todo el día. Allí conocí a Jovino. Imposible olvidarlo. Enfundado de arriba abajo en su capa pluvial parecía el anuncio de lo que se ha llevado el tiempo. El Coloso de Rodas antes de tumbarlo un terremoto. La estampa del peregrino recobrado. Jovino es un ser especial, lo dice su cara y sus actos lo realzan. Lo que se llama un hombre de una pieza. Un icono de confianza y la persona más afable que conozco; más abierta a la ayuda, y uno de los pocos seres humanos que se interesa por el otro y sus cuitas. Su cara, espejo de sus éxitos, franca, reluciente, cálida; moneda cargada en plata. Parece erradicar pesares a la tierra, porque la bondad es prenda que no deshace la incuria. Está hecho de un mismo material; sin aditivos. Sin aleaciones. Como extraído de las entrañas de la tierra para hacer creer que la vida no es lo que parece sino una posibilidad cierta. Todo él procura el ánimo de la certeza; de no equivocarse en los andamios de la tierra. Su confianza no cesa. Será igual a veinte años vista, recio, fuerte. Fluye la energía a su lado aunque casi no habla; escucha. Milagro de milagros, él te oye y tú, con vergüenza, te aprovechas. Le cuentas tu vida. Esta es la historia de los valores de primera. Jovino gana con los años. No fantasea ni cae en murmullos ni renuncios. Es el equilibrio personificado que campea por la vida.
El peregrino debe ir solo aunque sea para ver la inutilidad de su vida; sacar del Camino la bandera del enganche de la vida. Acordarse de sí cuando toda trayectoria previa invalida la sombra que te oculta. Su Canosa particular sin crímenes ni imperio ni más ceniza que arrostrar las consecuencias; envolverse en las capas de cebolla con que asfixia la memoria. Ruta de concreción; película que dicen que pasa por tu vida en trance de dejarla o empezar una nueva esperanza; reamueblar la cabeza. Tiempo de cavilar, bordón en mano, mochila moliendo las costillas o calabaza sustituida por cantimplora de “El Corte Inglés”. El Camino remece porque todo se despega de lo que dejas, visiona lo que deambulas. Compulsas recuerdos de lo hecho y deshecho; trozos de añicos. Todo el tiempo del mundo está esperando. Kilómetros y cansancios dispuestos a aparejar conceptos. Cátedra de pasos perdidos. Todo viene a la cabeza; sorprende cuanto fue letárgico y es latente. El vadeo de un río de negras corrientes, la carretera que quema los pies y la búsqueda de un local donde satisfacer el hambre. Esperar la sorpresa. La mejor es la que no existe; la que se da por añadida o hecha para que no alardee más de innovadora. Que la sorpresa no tenga contingencia y vuele sola. Que no dependa de nada, ni de ella misma. Que descanse de nosotros, de las prisas por que venga. Que todo lo sea o nada, se dice el peregrino consciente de que pica el sol; que desbarre entre sí, formen capas de ausencia; de recuerdos que tenemos por la inveterada costumbre de mentir. ¿Para qué este saber que vete tú a saber qué es? Quizá se empuja la vida para buscar lo que no se encuentra. A estas alturas, el peregrino, cubierto de ampollas, se precia de seguir dando pasos de causa propia; panoplia de preguntas que no se hizo por temor o indolencia. Indaga, ahora que está solo y no le oyen, con qué se llena un día; qué hace uno pensando eso en medio de lo que no cuenta. La volátil materia que se hace piedra para que algo no se remeza; se esté quieta de una vez por todas. La muerte también se aquieta por instantes. Es perder el mundo para ganar todo lo demás. El último reducto que tiene vida. Abrir la puerta y ver lo que no hay. La influencia de la vida se descubre cuando está muerta y no fantasea. Significa que una noche ya no podrás abrirle la puerta. Mientras tanto, hay que seguir muriendo cada día; para eso pagan y facilitan crédito. El compromiso de los muertos termina cuando regresan; el de los vivos, cuando se mueren de risa. En cada lugar hay un sitio que no nos deja ver y transparenta. Basta saber que nada llena las horas ni cobra cuerpo como la ausencia. Todo se va envuelto en la pérdida de sí mismo. En la precariedad señera, que es lo que queda, lo más excelso que se despacha. Se sumerge uno en la realidad, que no es mas que falsa apariencia. Murmullo sin voz. La paciencia que no se calma y languidece en una esquina cansada de esperar. Sí pasa nada. Pasa que la nada ya no pasa ni por su casa. Ni espera a ver pasar cadáver alguno de enemigo. Todo lo disuelve el tiempo sabiendo lo que hace, acomodando postreros equilibrios. Saborea la dulzura terrenal de no tener que ver con nada. El mundo, al final, es ancho y ajeno, que decía Ciro Alegría. Se adapta uno a lo que trasciende y aplasta; pero no a lo que precisas y no abarcas. La vida es incomprensible si te asomas a ella. El tiempo, en cambio, se desprende de tu lado para hacerte la vida dura y sin recato. Todo es un futuro lastrado de pretérito; de recuerdos pegados con gomina. El fondo disparatado de una idea que se quema al entrar en la atmósfera que la busca y repele al 50 por ciento de una locura. La única realidad es la de los sueños. No saber a qué viniste ni quererlo, si venir es lo que haces a destajo y fuera de contexto. Soñar cristaliza los nervios; la nebulosa del tiempo. Te lo llevas encima aunque no se deja. En este aparataje, respirar es milagro. Dan la vida para no saber qué hacer con ella hasta el ensalmo del misterio, el armisticio que disuelve la materia, y luego la derrota. Siempre habrá una sonrisa ciega que alumbra las flaquezas. Que lava la densidad específica de lo que no encuentras. Otro día de insatisfacción mineral; de extensa veracidad de lo inconcluso. Antes se decía ignoto.

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