En la segunda mitad del XVII, Fonfaraón ya estaba arruinado, pero empeñado en seguir en la brecha. Fue reedificado luego, como señala Carlos Madera en su trabajo “Hospitales y alberguerías de peregrinos de Asturias”. La zona, más que otras, justifica su asentamiento. Personifica la función asistencial que cabía a los hospitales, que era múltiple. Los peregrinos llegaban exhaustos por dificultades inclementes, pero también enfermos, precisados de ayuda espiritual y con riesgo de morir en el empeño. A esto atendía el hospital, construido, en casos, por quien quería lavar sus pecados o alcanzar el reino eterno por la vía de la caridad y la misericordia. De forma que la erección de estos centros no dejaba de ser buen negocio para los fundadores a efecto de recompensas materiales o divinas. El peregrino, por su parte, imploraba al Apóstol en Santiago la remisión de sus miserias; pero antes satisfacía promesas o cumplía el mandato judicial que le lanzaba a la ruta. La fe no entendía de males. Además de demencias, predominaban la lepra, sarna, gota y una peculiar, el “Fuego de San Antón”, erupciones purulentas causadas por el consumo acuciante de pan de centeno contaminado por cornezuelo. Fuera de estas lacras, para las que se proporcionaban leves cuidados médicos, por lo general lesiones, el peregrino que transitaba por Los Hospitales esperaba encontrar algo más que ayuda material. Buscaba auxilio espiritual, otra faceta que prodigaba el Camino. Se recogía en la capilla, y si las facilidades llegaban a tanto, desde su lecho seguía la misa. Caso de morir, se trataba de salvar el alma, y después se daba sepultura. Incluso los bienes se entregaban al destinatario correspondiente. Asusta la idea de crear un refugio de montaña en estos parajes de ensueño hasta ahora librados de la mano artera del hombre. Hasta las buenas ideas son verduguillo que acaba con la grandeza de una ruta cuya solvencia radica en dejarla como está y ha permanecido al margen del tiempo y controversias. No es sensato habilitar, a su vera, un local y luego otro que acaben con la grandiosa soledad; la pureza no contaminada que impregna estos parajes. Si preservar es la consigna, proteger la ruta sería obligación de todos. Las cumbres de Los Hospitales, su desconcertante silencio en este mundo de chanza y batiburrillo; la peculiar y conmovedora integridad del contorno entrega, desde el Medievo, desde que en el siglo XI se erigieron los hospitales, una cosmogonía que resalta en las casas de Dios aquí erigidas en ruta a Santiago. Atropellar la zona con proyectos que se sabe cómo empiezan pero nunca cómo acaban, no es mas que una mala idea. Se viene diciendo desde mediados del siglo XIX, con objeto de atajar muertes de montaña; se discute reforzar Fonfaraón (también llamado Fuenfaraón) y Valparaíso (el nombre más bonito que puede recaer sobre un paraje). La burocracia sugería ya de antiguo canalizar ventas y propiedades de ambos enclaves para edificar un asilo de peregrinos; y, al efecto, ofrecer lo ritual, leña, fuego, agua, sal y vino, además de asistencial espiritual. Colateralmente, hacia 1847 estos hospitales estaban en activo si bien en precariedad de funciones. Durante más de un milenio, las casas de acogida prestaban servicios médicos y espirituales gracias a los bienes que poseían; tierras que arrendaban o cultivaban y otras fuentes de ingresos como mandas, donaciones y limosnas. Algunas, no el caso asturiano, aunque las hubo, llegaron a ser muy ricas, lo que redundaba en mejor prestación de servicios. Se habla ahora de un refugio en el enclave. ¿Quién podría oponerse a preservar calidades del entorno? El problema estriba en que del refugio surge un establo para los que vayan a caballo. ¿Y quién tiene en contra un benéfico puesto de la Cruz Roja, que apareja una Oficina de Turismo, un Centro de Interpretación de Ruta Jacobea, y lo mejor, con el tiempo, una hamburguesería para reponer fuerzas? Los Hospitales terminarían con helipuerto para autoridades, prebostes y evacuar heridos, y parking para todoterrenos entre otras absolutas “necesidades”. O necedades. Horripila imaginar “in situ” un corro de peregrinos trasegando hamburguesas, Coca-cola en mano; las banderolas de los centros comerciales clavando sus reales en la noble piel de montaña. Hecha la gracia, se parcelan terrenos, si no están protegidos; se publicita el Camino a afectos urbanísticos y, como seta radiactiva, surge el horror del adosado erigido a mayor gloria de Dios y salud de la Naturaleza. Esta, desalentada, deja de serlo para cotizar en Bolsa y se retira. Lejos de la pandemia que arrasa costas y montes, el peregrino de hoy, como antaño, posa el pie sobre terreno casi virgen.