Quizá la vida sea cruzar los diversos hospitales que depara la derrota humana. Que todo sea un interregno entre dos caídas. El hombre se aventura al sueño imperativo de la época; se avienta como pájaro en parvada sin red ni saber lo que se le echa encima ni depara el cielo. Hay un impulso superior, la idea que se tiene de sí mismo, de la dificultad del propósito, si todo confabula en alcanzar la meta. La vida, bregar contra el posible intento de entenderla. Puentes que se deshacen en silencio, días que avisan que cada vez queda menos tiempo, no se sabe para qué. Suplir con celo la maraña de anhelos, cual llegar a Santiago; atravesar las tierras que dan cabida al peregrino a salir de la cárcel de sí mismo; purgar yerros y engrosar la multitud que entra en Galicia; en lontananza Fisterra, otra joya del deambular sin freno. Así menguan fuerzas ante la imponente realidad del Camino, el frío levantisco y el calor que bulle en todo recuerdo. Cuanto más en Borres, antes de La Mortera, nombres de presagios y solera. Borres tuvo hospital de peregrinos hasta bien entrado el siglo XIX, pero no fue sino en el XX que, archivadas sus funciones, se decidió ofrecer una habitación al que llegara, en noble tradición de acogida. La Mortera se emplaza en la ladera de Sierra de Fonfaraón, que a su vez titula uno de los dos hospitales de la zona. De aquí arranca la que siempre ha sido etapa estrella, Los Hospitales. La descomunal belleza, la prístina quietud perpetua de las cimas, atrapa los sentidos y pone en marcha el alma, tan anquilosada de rastrear metas de codicia y servilismo; sinsustancias de hacer mucho ruido. En estas lindes del milagro asturiano, donde uno queda a merced de los acontecimientos, la vida se licúa; late el sentido universal que aún pervive. Al paso trabajoso, a la brutal fuerza de los elementos, se confabulan las posibilidades y el hombre pierde el automatismo heredado; adecuar lo inadecuado; hacerlo todo ajeno sin haber sido nunca ancho en la vida que traes puesta y se despega como nueva piel del Camino. Está el listón a la altura de lo que te da la vuelta y media. Desarma lo que sale al encuentro generoso a espuertas mientras cavila el asombro y algo parecido a la felicidad olvidada, así sabe, vuelve a las andadas con lo mágico; deslumbra el entorno. Emociona imaginar el paso por la Sierra de los Hospitales, las cuerdas de peregrinos de precariedad manifiesta; los sueños rotos, la petición al Apóstol de redimir vidas, quitar congojas. Gratitud por las campanas de Fonfaraón o Valparaíso, pobres lugares, guiando a refugio seguro. Los gritos que desde ambos se daba para encontrar el lugar entre la niebla, el farol preceptivo que se encendía como faro salvador. Cuidados que sabrían a gloria en tamaño descampado. La ruta comenzaba en una capilla, la de san Pascual, en La Mortera, que haría honor a su nombre al cebarse en vidas la ruta, el precio por alcanzar Galicia. El recorrido más antiguo. El de solera más acrisolada e impresiones robustas y duraderas. El más duro, antes y ahora, consciente del poder de su impronta; de lo que siembra al paso y te llevas para siempre. Cruzar recinto tan inmaculado como conservado de milagro. Valparaíso y Fonfaraón, próximos, aquilatan los escasos restos que perduran de estos menesteres. Como la mayoría de hospitales asturianos de escasos de recursos, producto de una administración no concordante con las necesidades.

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