De Borres a Montefurado, otro nombre maravilloso, donde acaba el camino, hay 17 kilómetros. Aquí nos acordamos de la diligente Herminia, que provee de lo necesario para la etapa, ya que nada habrá hasta culminarla; tan deliciosamente salvaje se presenta de descarnadura frívola ni asomo de comercio. Sólo una fuente próxima a Valparaíso dicen que hay. Esto es otra cosa; otra galaxia. La belleza desbordante y desconocida que preserva el tiempo olvidándose de una de sus joyas más preclaras y respetable. Con ventisca o lluvias feroces como asaltan las cumbres, los últimos baluartes dejados por los peregrinos, auténticos titanes de estos pagos, son testigos mudos, casi derruidos, de lo que significó la gesta. Imaginarlo sería acurrucarse entre las piedras, aprovechadas como cabañas de ganado; vestigios de las heridas que quedaron en el Camino en procura de sanar cuerpo y espíritu, la cara y cruz del ser humano. Son los restos de Fonfaraón, pasado La Pardiella y Valla Amarilla. Estelas sin techo abiertas al soplo que azota; al calor y nieve que escenifica el cuadro perfecto de nobleza paisajística, quizá en lo que menos pensara el peregrino. Parcela del universo que conecta con el sentido primigenio que presta a la vista; vivifica los sentidos arrumbados que se llevan al Camino a ver qué se puede hacer con ellos; rescatar del pozo en que se encuentran. Pola de Allande, otra gema, conocida por la aportación arquitectónica de los indianos que volvieron al terruño para dejar su impronta, entre otras bellezas. El Patrimonio local atrae miradas y llama la riqueza, como los restos de los hospitales son la nota que apuntilla la soledad inmensa del paisaje; la más característica, esparcida por mugidos hondos del ganado que pace y hace sonar las esquilas. Encima de los pensamientos que las contemplan, como Napoleón ante las pirámides, gravita el rayo de las aves volando tan alto que rebota en algún punto invisible del cielo y vuelve a la diminuta gesta del suelo. Gritos que sacuden las piedras como el pecho. Sobre todo campea el buitre soberano, su vuelo grandioso sostiene los hilos de la imaginación que se llevan con ellos. La soledad que empantana el recuerdo esparce su aliento por cada recoveco que se aleja de ti a la vista de ese mundo sobrio en majestad y esencia. El vacío en que casi no caben sonidos te adentra hasta los 1.200 metros de belleza imponderable. Te rodea la pétrea realidad de lo que queda, casi nada definible y a la vez lo que no encuentras en otro lado. A cubierto de miradas, las guías recomiendan pasar por otro lado, lo que priva de una de las emociones más puras, sinceras y enigmáticas que te puedes llevar en la faltriquera de la memoria y echarte a la cara. Como una bandera, la soledad impregna la fuerza gravitatoria de lo que se niega a morir si no es de pie, como una obra de Casona. Blande la esperanza de proseguir su empeño; pone a recaudo lo que conecta con el centro de la tierra, el lugar sin nombre donde sospechas que vienen los latidos que sacuden todos los vientos y el corazón encrespa. El huracán de las pasiones, la estrecha franja que atrinchera lo que se ve de lo que no vuelve. Apartada de lo que un día fue la esencia que compartieron hombres y animales, el verdor que todo lo anima, la ayuda en la creencia de que todos éramos uno. La idea de no abdicar, transar con lo que hemos combatido. La soledad que aquí perturba es la que hemos olvidado, cambiados a la meta de no soportarnos. La soledad prendida de Los Hospitales que hace guardia y guarida; traspasa el alma y hace llover por dentro la fresca idea de que no todo está perdido. El recio encanto de las piedras lamidas por el tiempo que hace falta para que el hombre recapacite de sí mismo; busque su lugar al lado de lo aparentemente precario y siga haciendo frente al tiempo y a las iniquidades de la época que todo lo trastoca. Defendiendo lo que podemos ser de lo que fuimos pasto de la prisa y el dinero. Volviendo al arcano perdido; el Sangri-Lah que aflora como depositado en consigna para que alguien rescate o se quede para siempre en la retina. Esta soledad cubierta de brezo, armónica en todas sus vertientes, conecta por cielo y tierra con lo que despierta a tu paso. ¿Para qué si no el vuelo de las buitres, regio en su ejecutoria, el grito estremecedor que se cierne sobre los peregrinos que se detienen a verlo? La cascada de recuerdos sale a tropel de la memoria; enjuga la vista, pisa la yerba, tornasolea el brezo a su cuidado. Rozas el aire que sabe a bueno y te invade la nostalgia de lo que brilla en la aspereza de lo perdido. Conjugar verdad con ausencia; falacia con memoria.

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