Paco nos esperó en Tineo, nombre mítico; en la explanada cubierta de verde como un felpudo inglés había otros peregrinos, el bilbaíno entre ellos. Se cambiaron impresiones; quedamos en el albergue para ir a comer y seguir la tónica que prende o parece prender en el gestado compadreo. Se producía uno de esos nexos o ganchos más o menos fraguados pero laxos por no decir volátiles que duran lo que las palabras del acontecer humano. Había entrado a dejar la mochila en el “Mater Christi”, el precioso nombre del albergue de Tineo. Uno de los pocos que en latín y fonía consagran a la Virgen el necesario descanso. Extendí el saco sobre la cama, señal de que alguien ha salido indemne de la etapa; una más, para tu sorpresa. Salí a lavar a la pila, y vi a Soledad en la puerta. Me alegró verlos. Sabía que el capitán estaría cerca. A término de recorrido estaba al fin quieto. Departía con Rafael, el hospitalero, y el bilbaíno, que había llegado con un joven que también hablaba poco. Observaba al capitán llevar la voz marina y prender de sus palabras la atención que sabía captar en torno del cortejo. No precisaba de estar abordo para controlar la maniobra. Comentaba yo las incidencias del Camino con Soledad, o Marisol, como la llamaba Paco. Por fin podía oírle la voz; no los susurros soterrados de sus cuitas. En tan poco espacio no se cambia de altura ni de aspecto físico. Las dos eran iguales. ¿Cómo imaginar que el marino no hubiera llegado al “Mater Christi” y, contra la opinión de su mujer, que estaría cansada, de hacer once o doce kilómetros más, hubiera seguido ruta sin parar? El capitán, que tiraba de nosotros por los invisibles hilos de su superioridad numérica, aunque fuese sólo uno, hizo caso a Soledad, como se ve, y continuaron viaje a Campiello; exactamente lo que ella no quería. Heroico ver a una mujer dando réplica a un titán de la Armada. Por agua o tierra, los elementos calibraban su valía; al hombre aún le sobraban arrestos para coleccionar minerales, decía; otro aliciente en el Camino. Pensaba así al acercarme a aquel mascarón de proa, todo nervio, pundonor y singularidad cartagenera, con Sole, de mí para mí, al lado. La misma reciedumbre, a las puertas del “Mater”; igual apostura, el rostro de piedra que deben dar los vientos en el mar y la voluntad de dejar impronta en palabras o hechos vibrantes. Si no era Paco el que veía, ahora que, quitadas las gafas, hablaba con el bilbaíno y examinaba el perfil de águila que todo lo ve, y si no lo adivina, sería un clon. Quizá fuesen gemelos y querían gastarnos una broma. Pero la mujer no era Soledad, porque Marisol, en Cartagena, debía ir detrás de su marido callada sin saber qué hacer con los bocadillos; ratificándose en todo lo que mandaba aquel atlante; preguntándose si pararía en algún momento en nombre de Dios antes de alcanzar el albergue que distaba tantos kilómetros, la bitácora del día. No llegaron al “Mater Christi” como estaba dicho y lamenté; se habrían desviado por el viento y la mar rizada de órdenes inapelables que cumplir; sople lo que sople por la historia y digan hasta lo que no encubren las piernas. En la distancia, Soledad, dúctil, callaría y conocería en Campiello, a otra reina del Camino, Herminia. A esas alturas, lo más probable es que Soledad ya no sepa qué hacer con los bocadillos, ni siquiera si están buenos. En el “Mater”, los sosias, él también marino y antes de la marina mercante, como Paco, sin haberlos conocido, hace estiramientos; y su mujer, la nueva, lava en la pila, lo que da otro parecido.

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