Quizá no verse sea lo que más me acerca a mí, sin que aproxime demasiado ni queme. Demasiado es un concepto excesivo para dar en el blanco. Se puede tener todo hasta demasiado y no representar mas que una carencia, estomacal o moral, que la una pasa por la otra. Así me desayunaba buscando la señal de la estrella que condujo al descubrimiento del Apóstol Santiago, comenzada la etapa, cuando voces y agitar de brazos me indicaron que había vuelto a perderme. Santo y seña desde el principio de los tiempos; desde el Génesis con Adán y Eva. Dispuesto a irme por costumbre a algún lugar sin nombre o de no fácil retorno, como media humanidad, que el resto permanece atento a la pantalla. Eran los cartageneros, él una mole seguro de sí y ella menuda, en pantalón corto, protegiéndose del sol con gafas negras. Serían mis acompañante hasta Tineo, porque ellos, confiados en sus piernas, seguirían hasta Borres o Campiello; de modo que comenzamos a andar, que es lo que se hace en el Camino. Mi madre era de Cartagena, dije, y ello creó el nexo inevitable de la tierra; lo más fuerte que hay tras huir de Hacienda. Los principios suelen ser carismáticos y explosivos; los finales, defoliantes y anodinos. Algunos se escurren lo que permiten sus deseos. Me había olvidado del bordón, y la cuesta ascendería de repente de los 200 a 800 metros a la altura del nada especial pueblo de La Espina donde, sin embargo, se ofrece buen alojamiento y sustento. Tiene también un tremendo edificio de buena factura, donde parece concentrarse el corazón vital del pueblo, en que los gritos de los niños tratan de acallar, sin éxito, el rasguño de los coches que persigue el diablo. Pronto el marino nos dejó atrás con su zancada ciclópea y el bastón esforzado de la ruta, hecho un titán del sendero. De divisar el mar le venía la seguridad de pisar terreno, detrás su mujer renegando a medias, fuerte, superando los obstáculos y esquivando piedras y charcos. Ella se llamaba Marisol, así le decía su marido, nombre oficial y también válido para casa. Soledad, para mí, era la imagen de la solvencia calladamente presta al objetivo impuesto, cubrir etapas. Me emparejé con ella porque al marino era imposible alcanzarle, intratable su zancada de acero inoxidable. Casi siempre fuera de vista. Le oíamos por el eco que resonaba en alguna peña. A veces se perdía por la proa o babor de la luminosa mañana, y un derroche de facultades le hacía volver sobre sus pasos para ver si su mujer quería algo; incluso de si estaba, tal la opacidad que en tramos nos prendimos al hilo silente de las cosas; el armazón de lo que va por dentro y descasa de palabras. El día, arrinconada la mañana, soleada en exceso, nos hacía sudar. Quizá el marino también sudara, aunque no lo viéramos ni lo parecía. Salió a relucir Dios. Inevitable cuando todo sumerge el recuerdo de tu propia ausencia; de lo perdido que estás y haces causa común con la memoria truncada de vivir. La condición natural del hombre, estar perdido, me repetía; como si fuera un logro, una recompensa, y viniera de conquistar las Galias y el trofeo que fuese haberme perdido a la salida misma de La Espina. De todas formas, que lo sepas, si no te cansas de saberlo. Das un paso, dices qué sería de este mundo de no haber otro esperando que te ajuste las cuentas; dónde depositar la esperanza siempre preñada y nunca dada a luz; sacar las entradas; a qué seguir la ruta escanciada de la nada. Ni para qué la constancia fallida. Cuanto envuelve el sueño en hojas de mazorca; de cebolla para cocinitas. Soledad escuchaba esto o parecía; tal la pausa prolongada de fidelidad elusiva.

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