La tarde se había ceñido a ti en la parcela de la memoria que rescatarías si existiera. El cordón umbilical que se estrella contra la propia ausencia. Hasta el final el desalojo de las habitaciones eternamente quietas de la calle Nueva; macetas aún con vida y el lavadero hosco y silencioso de siempre abrumado por su propia historia; el abandono subsiguiente de Los Dolores. Lanzarse al árbol sin pensarlo, como así se hace, y en último extremo tender los brazos, listo el contacto rugoso de la corteza que asen los dedos. Providencia de que algo va a cambiar; de que la verdad nunca estará dentro de nosotros ni en las afuera que inventas, porque el revés de todo se traduce en la cabriola de una formidable incongruencia; la burda verdad de otra mentira cierta. Colgado, los pies sin inventar suelo, un contento atenaza la garganta mientras las cosas alrededor vibran con luz propia; la que ya disciernes como ajena. Una alegría insana reinventaba la risa; te mece en la hamaca invisible de lo que serán las horas. El tiempo que complotó hasta olvidar el acto de voluntad propia; arrojarte de niño a un madero sin saber qué trance media entre el salto y agarrar la nada de un deseo. ¿Cómo se grita y descubre la riqueza de lo que, de pronto, cobra cuerpo? La casa sigue ahí, trancada. La pintura descascarada en los tonos pálidos que descabelló el tiempo. Se oyen gatos desde fuera y parece que los pájaros atraviesan las salas provenientes de algún agujero del techo. Puede ser. ¿Es que nada se va a ir de la memoria? ¿A qué se agarra? ¿Acarreamos lo que roza el recuerdo, la ausencia que estratifica la leyenda? Siempre encuentras la casa más lejos, más vacía de ti y de sí misma; más pequeña. Perpleja en deambular fantasmas. Más insólitamente bella y descarriada en su desventura de soltera. Espejo en que se mira la promesa rota y la verdad partida; cuanto no llega. Tramontas la última hilera de casas que se ha comido el campo y el tiempo devora en esencia, podías haberles dicho a los cartageneros. Todo está quedando atrás, si acaso hay un adelante en ciernes libre de toda sospecha que indagas y no encuentras. Buscas parcelas que estratifica el recuerdo hundido en su propio pozo, oxidado el brocal: entras en el zaguán dormido, polinizado por las alas de centenares de mariposas muertas. Sales por la puerta del jardín. Así la llaman. Las viejas fotos dicen que está abierta, y ya te invade el olor de los geranios; el fresco candor de las macetas y la vista del árbol tan alto que ya sería imposible acogerse a su seno. La niebla te marea. Por fin accedes al recinto del silencio; al patio al que todo vierte su sentido del momento. La infancia se mueve; se tambalea como una mala broma. Entre espectros olvidados de habitaciones de techos altos y grandes manchas en las paredes, señal de que algo tuvo; todo lo que se fue sin estar necesariamente muerto sino roto. Quizá dormido.

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