Tal llena la cabeza hasta reparar que estamos en Campiello, la tierra de Herminia. Antes de entrar a su Far West particular, a su “Saloon” de amplia acogida, Herminia se adelanta a dar facilidades. Tiene sitio para pasar la noche. El bar está abierto, bulle y juega España un partido, no hace falta decir de fútbol, que siembra de gritos y lamentaciones el local medio establecimiento de abarrotes y club social, a la espera de que llegue la noche; deje de llover y el peregrino se retire después de cenar bien. Herminia se ofrece para llevarte a Borres por la mañana si quieres atravesar Los Hospitales antes de llegar a La Mortera, que todo es ayuda y se agradece. Me quedaré en una de las habitaciones que alquila. Antes descubro en el comedor, por el son, a los mexicanos traídos a Asturias por el cabeza de familia en viaje de remembranzas y saudades, que al final es lo que queda cuando no tienes sitio en ninguna parte. Como no tengo arreglo suelto que, de pequeño, viví en México. Tales recuerdos se alzan que casi ahogan, dejan a descubierto emociones que nunca duermen del todo ni perecen. Se rememoran calles, institutos donde fuiste tuercebotas; comercios que pasan al ancestro capitalino y lo que remueve la memoria cuando no sabe ni quiere estarse quieta. Me despedí pensando cómo pasa la vida sin nosotros y encargué a Herminia que les diera un par de botellas de recuerdo, que aquí serán de sidra que exaltó Obona. El bar efervescía y España perdía, también como debía ser. Todo estaba en orden. La luz hablaba por la boca de la noche. Tenía el local un aire de frontera bullicioso y juguetón; como de buscadores de oro satisfechos de no encontrar nada; esmeralderos olvidados de su función, quizá por el resultado de la pantalla. Fuera la atmósfera dejada en paz condensaba el terso escenario que parecía no haber tocado la mano del hombre; si acaso por la vista o el pensamiento, apenas molestado por el tránsito de algún peregrino; el trajín sin fin de Herminia en su correa de producción que abarcaba todo, todo lo disponía para ordenar el amasijo de ofertas y servicios que pasaba por sus manos. Di unos pasos fuera. Había comenzado el segundo tiempo, que en España siempre se refiere a fútbol. Llegué a mi cuarto cuando me alcanzó la onda expansiva de un gol en contra para tender la ropa que no se había secado en todo el día. Allí conocí a Jovino. Imposible olvidarlo. Enfundado de arriba abajo en su capa pluvial parecía el anuncio de lo que se ha llevado el tiempo. El Coloso de Rodas antes de tumbarlo un terremoto. La estampa del peregrino recobrado. Jovino es un ser especial, lo dice su cara y sus actos lo realzan. Lo que se llama un hombre de una pieza. Un icono de confianza y la persona más afable que conozco; más abierta a la ayuda, y uno de los pocos seres humanos que se interesa por el otro y sus cuitas. Su cara, espejo de sus éxitos, franca, reluciente, cálida; moneda cargada en plata. Parece erradicar pesares a la tierra, porque la bondad es prenda que no deshace la incuria. Está hecho de un mismo material; sin aditivos. Sin aleaciones. Como extraído de las entrañas de la tierra para hacer creer que la vida no es lo que parece sino una posibilidad cierta. Todo él procura el ánimo de la certeza; de no equivocarse en los andamios de la tierra. Su confianza no cesa. Será igual a veinte años vista, recio, fuerte. Fluye la energía a su lado aunque casi no habla; escucha. Milagro de milagros, él te oye y tú, con vergüenza, te aprovechas. Le cuentas tu vida. Esta es la historia de los valores de primera. Jovino gana con los años. No fantasea ni cae en murmullos ni renuncios. Es el equilibrio personificado que campea por la vida.

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