Había pasado Llamas sin darme cuenta ni Llamas percatarse de mí por el momento. Le seguiría Quintana, de la que tampoco recuerdo nada, que me perdonen ambas, pero sí la mañana-tarde que anduve en derrota en busca de un lugar que no existía en Chile; que lo abrían cerrado en los primeros gorjeos de la historia. Era el bisturí del recuerdo que no descansa. Me situaba perdido en tal inconsecuencia que bien podían meterla en formol para estudiarla. Nunca caminé más ni más decidido a ninguna parte en la búsqueda de un objetivo que había que inventarlo antes de ser fallido. Hasta Salas no metí el escarpelo en su estuche de cristal y descansar un poco; rastreé al chileno para recriminarle lo que actualizó su presencia. Sólo le perdonaría invitándole a comer. El primer bar al que asomé la cabeza fue una sucursal islámica. Juan Ignacio, al cabo, no estaba en ninguna parte. Pregunté en la Policía Local, al director del hotel. Este aclaró lo de las mazmorras. El sótano lamido por el río y el ventanuco que inundaba esa taza de sombras con el lúgubre baño, o sea, el albergue de seis literas, jamás había tenido que ver con el Santo Oficio, para otros la Inquisición. Era, pues, un bulo que me largaron como yo procreé “El Pontevedra”. Las guías debían estar manchadas de fiascos, como los peregrinos purgaban su iconoclastia por el Camino. Nadie se mete en esta aventura si no huye de algo, de sí mismos, cumpliendo el perfil de usuario. Las penas mantienen en pie; lo demás está por ver o no comparece. Tinieblas; cortocircuitos de la mente. Se dice que la mejor forma de acabar con alguien, con tu mujer, por ejemplo, sin derramamiento de sangre, es llevarla al Camino. Aquí revienta. Otra sutil manera, aunque cuesta más, es ir al Gran Bazar de Estambul, donde las tiendas son inconmensurables como las puertas que se abren… y ya no la encuentras. Tonterías aparte, me gusta dar ideas. Hay que ayudar. De no hallar a Juan Ignacio, el horror de las mazmorras circularía como patraña por las guías de Chillán y Antofagasta. Así se escribe la historia. Un error apuntala otro y hace causa común con el que llama a la puerta. Al final es más cómodo dejarlo que desentrañar tropelías. Todo puede ser una añagaza, como el francés-francés que se fue como corresponde a la francesa con su carga de vacíos a cuestas. La indiferencia mata la verdad que se gesta en ellas. Las mazmorras, qué palabra, bullían en la torre que comunica con el hotel de Salas; no al lado del río ni debajo del Hogar del Pensionista donde, a esa hora, veían el partido. El albergue había sido cárcel del pueblo, y la humareda revelaba que los ancianos se disponían a acabar con los pulmones que sobraban. Si recriminas sale el “Más cornás da el hambre”.

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