Lo peor de la vida es recordar, la jaula de grillos que no atajan los pasos. Ahora estaba con la mente en el país de Juan Ignacio. Una multitud de años pasaban, pero más pesaban, porque el horror se mide por toneladas recicladas o no de lo que no tiene remedio. Como si algún recuerdo fuese verdaderamente bueno o mío y no exabrupto de circunstancias ajenas. Ni la espantadiza sombra que gravita sobre falsas esperanzas. Tan joven y tan tonto, digo entonces. De viejo tampoco es que fuera más listo. Se es lo que te dejan ser y luego te acomodas a la inercia. En realidad, nada cambia; sólo te embruteces a medida que gastas el caudal primero de la ignorancia. Difuminado el chileno de su apagón informativo, quedaba inerte de los pasos que en Chile había trompicado por lo que llaman vida, y siempre es otra cosa. Esa majadera. Colisión de sentidos, huidos cauces que se amontonan para hacer más insoportable la existencia. Estos dislates impidieron alcanzarle. Los nueve kilómetros hasta Salas estuve inmerso en el que había sido al pie de los Andes, irisada de dorados que, a la mañana, desde el cuarto de baño, era un sueño. De cómo descubrí, tras años de escudriñar la materia, que en invierno Santiago cobraba cuerpo y olor por la gota de lejía que la Naturaleza, aún poética, disolvía en la atmósfera. El mayor hallazgo de mi vida. De los estudios, mejor enterrarlos. De todo tenía la culpa Juan Ignacio por aparecer y ser chileno. Qué duda cabía. De ser boliviano, ¿cuyo sería la culpa?

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