Desplegué el saco de dormir sobre la cama; seña de que la plaza era mía. El albergue, franco, airoso. El hospitalero iba a comer con el titular de la Asociación de Amigos del Camino de Santiago Astur-Galáico del Interior, D. Laureano García; no sabiendo qué hacer conmigo, me llevó con él. Recorrimos la cuesta que serpentea y baja hasta el local. Pedimos la especialidad del día, lengua de cerdo; la ingerí contando y escuchando el abandono de Riego de cuando lo mataron. Riego es de por aquí, de Tuña. Lo transportaron en un serón y ahorcaron sin contemplaciones en la plaza de la Cebada, en Madrid. Hay una lápida que recuerda esa vileza. Ahora, cerca de su lugar natal, comiendo, estaba el bilbaíno con su amigo. El de Bilbo me daba entonces el segundo esquinado de jornada, que la vida es muy dura. Pero venía de ganarme la Indulgencia Plenaria en la catedral de Oviedo y mi corazón no estaba para rencores ni querellas; incluso después de lo del cerdo. La gesta de las sandalias se había desinflado ya como todo de lo que se abusa. Dio de sí. Como el plexiglás. Con algo más se tendría que animar la etapa a partir de ahora. Aunque la suya pasase a la historia. El día, cargado de esperanzas. Presunciones por validar las horas. Apócrifas identidades y equívocos fulminantes que se esconden en cada abrir y cerrar de ojos. En el albergue, el bilbaíno se empeñaba ahora en que yo era famoso y pedía con insistencia mi nombre completo. Pura compensación de renuncios. En el patio, Soledad no era ni siquiera Marisol ni la pareja que llegó la que se esperaba en el “Mater”. Puro conflicto de personalidad. Aunque hablaban igual, idéntico movimiento corporal, y el suplantador de Paco, para más liar la cosa, no se contentaba con tener la misma efigie que el cartagenero y su perfil de hierro, sino que también era marino. Como el capitán, había hecho el curso que facultaba el paso de la marina mercante a la de guerra. Quizá esto pase en el Camino nada más, donde la representación de lo posible está en que quieras hacer caso. De Rafael, que se escurre un poco en el tropel de su alcance, otra nota: al conmoverse no ejerce un músculo de la cara, con ser tantos los expresan cualquier cosa. Recibida la descarga emocional, cuando esperas que diga algo, aunque sea por cubrir las apariencias, se cierra en banda. Hierático, mira a un frente imaginado; la hondonada que cae a los pies del albergue, y allí se queda, plantificado. Calibrando a destajo. Dejando que el efecto se disuelva donde abrevan los recuerdos y ahonda la memoria que permite el alma. Tiene el porte de una estatua que calla, y cuando otorga lo hace a medias, dando la impresión de que planea por la vida con o sin motor. Se altera poco. Su condición, guardar laberintos y cajas de Pandora para que no armen bulla; salvar meandros en cajas de seguridad que periódicamente llena y vacía con los ancestros que maneja su mollera. No se sabe bien dónde está porque, como hemos dicho, y si no lo indico, gravita en la reverberación del terreno; en el espejismo del desierto que barrunta la vista. Podría levitar si quisiera (su modestia lo impide) porque en la mirada guarda un místico, lo que siempre es bueno para un hospitalero de solera… Se volvía a subir 200 metros; luego se desciende en picado hasta Campiello, el reino de Herminia. Recordé el afán que Rafael y yo tenemos por las fachadas; cómo hablamos de poner esto, quitar lo otro, en juego de volúmenes y ornamentos. Curiosamente, a mí me pasa lo mismo. Un vicio irredento que se desarrolla con el tiempo. Ya somos dos los afectados por la plaga, aunque Rafael es peor.

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