Creemos que llegar a destino (sólo posible con Renfe, aunque a ver a qué hora) supondrá la novedad que despliega las alas. Pero Oviedo, elegante, amplia, atestada, parece hecha para conducir sin resuello a la Catedral; la hermosa calle Uría mostrando que se puede vivir de otra manera; aunque del árbol emblema sólo queda la placa en honor de la cuchilla que acaba con las tradiciones para ampliar una vía. Siempre se mata para ampliar algo que no se sabe si vale la pena. Aunque sea una vez, que lo mejor es no saber qué pasos te llevan a qué misterio para acechar colaterales que esperan. Del palacio sobrio y altanero donde del liberal conde de Toreno, con prisas se pasa a la explanada catedralicia; losas del irisado desgaste de la fiel Vetusta, cuya misión destaca la apostura del templo, que impacta por su quietud armoniosa. Majestad aparte, el reciento tiene retranca: “Si vas a Santiago y no pasas por el Salvador, visitas al criado y no al Señor”, que dice la ortodoxia con ribetes conminatorios. Para mí, la más elegante, próxima y hermosa, como recién lavada por dentro y fuera, con perdón de todas. La verticalidad de la torre, gótico en todos sus gorjeos, se adapta extrañamente a la horizontal de la izquierda, donde la simetría no sólo no desdora la belleza sino la amplifica. Porque la Catedral de Oviedo casi no tiene fachada; ni le hace falta. En mitad de lo que debía ser, los asturianos han interpuesto amplia terraza de la más noble aspereza para que destaque lo resaltable, y lo demás se asiente solo. Para más emborracharse de delicadeza, el rosetón, ojo por donde el gótico mira a ver cómo van contrafuertes y arbotantes, lo colocan tras la terraza a bastantes metros de distancia. El resultado del desplante arquitectónico es el acierto con que los ojos no se despegan del conjunto. Dejas el panegírico de la Catedral, que es mucho y relevante. Santificado y todo te pesa la mochila. Ocho kilos, ya digo. Vas sin haberte preparado, como de costumbre. La más importante de las novedades es que ya no puedes prescindir del Camino. Es inercia. Será a las bravas comprobar que años más viejo mueve ficha otra vez. Al menos en la nostalgia que no cesa, el rayo que atraviesa los recuerdos; a ellos te ases para creerlos propios. Para tener alguno. El problema, no saber qué es cierto; qué verdades matan las palabras antes de que estrangulen las fuerzas. En el descomunal Oviedo de sus perfecciones, la estación de ferrocarril tiene un reloj tan brutal que te preguntas cómo soporta las horas; si guardará campanadas para no aplastar a la gente con su aire de rosetón laico y transportista. Del entorno se sale para Loriana, El Escamplero, Grado. Pasa por tus arterias la punción de que vas sin más lógica que no haberla, lo que aumenta el compromiso de seguir adelante. Es lo que se llama libertad, el más preclaro don que encuentras en el Camino. Bulle, pues, la impresión de que pocas veces has estado más cierto de ser tú mismo o acercarte a lo que pareces. La nada no se deja contrastar ni domeñar. Pero esto es un juego de imposibles contrastes; recatares que digan lo que ni siquiera sepan. Hace el mismo sol de años antes; cuando los años daban pábulo a la gran verdad: que la condición natural del hombre es estar perdido. Banderín de enganche para la ruta.

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