Recuerdo que al levantarme todo era un tapón de niebla, lo peor que, a efectos prácticos, puede pasar; peor que la lluvia que trae el barro y te cala. Con el chubasquero sobre la mochila, hecho un Quasimodo, me planté con el primero de los tres bordones que perdí ese año en la encrucijada del sendero. No sólo no se oía nada sino que era fantástico porque la niebla impedía ver hacía dónde dirigir los pasos, como en la vida misma. Difuminadas las señales del Camino. Torcí a la derecha por no desairar las agujas del reloj, en medio de la saludable nada, sin paliativo de sabor u olor; sin ver ni recordar ni querer saber quién eres, por primera vez en tiempo, sin nada absolutamente que pensar. Inopinada maravilla. Sólo la punzada del hambre que busca su desayuno. Entonces sonó un mugido del fondo de la historia; otros dicen que el último arcano. Odín haciendo el Camino, y tendrán razón en el adulterado Universo que nos queda. Quizá el despertador que aprestaba al astur a la batalla. Era una de esas vacas fabulosas, ancestrales; báculo y raíz del campo que ni siquiera de pie sino sentada, se te queda viendo catalogando la pobreza de tu empeño; la precariedad del deseo. Seguí el mugido (¿no se hace otra cosa en la vida?), y de repente se puso a torrenciar. Otra regalo ver cómo llueve aquí con saña. Paré y superpuse la capa pluvial al chubasquero. Pero en la prisa de mojarme llegué calado kilómetros más allá de piedras, barro y maravilla de túnel de enramados por el que iba como espora en mar de silencio y niebla donde la lluvia materializaba un concepto nuevo. El chubasquero estaba al revés, eso pasaba; no era la mala calidad de la prenda lo que me hizo llegar náufrago al refugio más cercano. Desayuné un bocadillo de chorizo picante y café servido en las tazas minúsculas de por aquí, para que no te pongas nervioso. Años antes, una mujer me dio la misma clase de bocadillo y la pequeña taza que conserva las costumbres ancestrales. Pregunté por ella porque en la memoria la veía aún hincada de codos en la barra mirando la puerta por donde entraban las novedades del día. Viendo cómo luchaba con el bocadillo. Cuando se cansó se puso a trajinar en la cocina; o salía a repartir periódicos a la clientela y pegar un poco la hebra, que aquí es hablar del tiempo como distracción absoluta. Esta vez, un hombre me miraba desde el mostrador, la misma luz de entonces y el universo ahogado por la lluvia tras la puerta. Me habían cambiado la mesa de sitio, lo que debió ser objeto de mucho debate. Seguía lloviendo con la placidez de lo que no tiene decoro, y todo alrededor era lo mismo. Daba igual lo que pensaras porque nada importante ocurría fuera de la pérdida general de significado como la lluvia lijaba los nombres. “¿Y esa señora mayor que había aquí?”. Lento pero seguro, el hombre se rebulló un disgusto en el mostrador, molesto por la intromisión en asuntos ajenos y encaró: “¿Mayor aquí?; aquí no hay mayores. Sólo las hermanas...”. Luego hundió los codos en el mostrador, a espera de seguir puntualizando la mañana que no se veía tras la puerta.

Datos personales