Shulton iba a la malatería de San Lázaro, en el concejo de Tineo, que así se llaman también, entre otros nombres, los hospitales que acogían a leprosos. En Mirallo de Abajo, ruta de Tineo a Pola de Allande, entre Cachorrero y El Pozón, se proponía hacer fotos para ilustraran su obra. Recorría de nuevo la media docena de albergues, al menos, con que cuenta el concejo, entre ellos el de Mirallo, Arganza, Borres, Barca, Pereda y La Silva, esta última antigua malatería también. Hablaba de D. Julio Antonio Fernández Lamuño, cronista oficial de Tineo, Tolivar y Lorenzo, algunas de sus fuentes; investigaciones ampliadas hasta convertirse en un experto en materias del alma tinetense. Salió a relucir la ermita de San Lázaro de Mirallo, asiento de una leprosería, en cuya proximidad se alza la Fuente de los Malatos, que por tradición sana afecciones de la piel. Desaparecidas las funciones de estos centros de acogida, resta el vestigio de las huertas que proveían de sustento y aportaban plantas medicinales para curaciones, como la “Hierba de los leprosos”. Tal es el caso de La Silva, en el extremo sureste del concejo, cercana al histórico enclave de Tuña, lugar natal de Riego. Quizá sea esta malatería la que disponga de documentación más antigua de su existencia. Un mal que se atribuye a los romanos su introducción en Asturias. Shulton cita a Tolivar Faes y dice que los centros nacen probablemente al fundar o dotar personas pudientes o piadosas lugares de acogida como ofrenda a Dios, entre otras consideraciones. Parece ser que hubo un buen número de afectados por esta enfermedad. Desgrana al paso el sombrío y fascinante mundo de las malaterías a que se acogían los leprosos, en su mayoría modestas construcciones. Diez enfermos eran muchos para albergarlos bajo techado, asegura; lo normal, cuatro o cinco, aproximadamente. Pero tenían sus derechos, mucho para la época, y contaban con capilla, establo para el ganado y habitación. En su habitáculo disponía de cama, hogar para encender el fuego y mueble para guardar pertenencias y provisiones. Shulton sacaba a colación investigaciones de este último experto para establecer que la permanencia de leprosos en los hospitales oscilaba de pocos meses, cuando morían, a más de diez años; y cita el caso de un peregrino ciego que en el siglo XVI estuvo más de 30 años en El Ferradal. La media de estancias era de alrededor de tres años. Aunque parezca extraño, hubo querencia por estos centros gracias al sistema normativo y reglamentista que abogaba por ellos y velaba por su suerte. Sanados, podían rehusar abandonar el hospital del que había hecho un estilo de vida, y rentabilizar los fondos aportados al entrar. Si hubo enclaustramientos de más de 30 años, también se registran los que pasaron a mejor vida en sólo meses de estancia. Asimismo podía contarse con sepultura. Probablemente el leproso estuviera mejor, en el sentido de estar protegido, que muchos campesinos que vivían a la buena de Dios. El malato, nombre dado a estos enfermos, dejaba el mundo tras recibir notable cuidado religioso y alguna asistencia médica con aporte de plantas medicinales que proporcionaba el huerto. Los enfermos eran igualmente obsequiados con un rosario que implicaba la obligación taxativa de rezarlo juntos tres veces al día, so pena de excomunión. Entre las obligaciones religiosas figuraba oír misa los domingos y cuando sus males les dispensaran. También gozaban de privilegios, al haber centros donde se les eximía de tratos con la justicia. Quizá el capítulo más llamativo atañe a la moralidad que primaba en estos lugares, motivo de conminaciones y expulsiones flagrantes. Como el de una leprosa, de la que había soporte documental, expulsada por no llevar “vida honesta” entre los muros de acogida, allá por el XVII. En este siglo hubo malaterías que excluían personas por no ajustarse a cánones de conducta de la época; mujeres que, solteras, pariesen en la leprosería. La castidad, pues, parecía “garantizada” en este mundo reglamentista, y el largo brazo ejecutor expulsaba a quien yaciera con su mujer intramuros. Hoy resulta insólito que la malatería pudiese ser incluso buen negocio. Al amparo de esta consideración, o del mayor afán caritativo de aquellos días, las malaterías, también llamadas conventos o palacios, crecieron con los siglos a más de 50 en Asturias. Negocio era porque, tan pronto se creaban, afluían bienes, mandas y limosnas para su sostenimiento. La labor asistencial se extendía a puentes y barcas que configuraban el sistema asistencial del enfermo. En terminología medieval y moderna, si la malatería se llamaba palacio, el leproso atendía a las voces de malato, lacrado y plagados, entre otros. Finalmente llegábamos a Tineo. Shulton calló y me esforcé en recordar las fantásticas historias que se pueden encontrar en el Camino si atiendes al caudal de personajes únicos que surcan la ruta materializados en mochila y sueños; años pasados en archivos y bibliotecas siguiendo el rastro de un fantasma; el rompecabezas que aquí se trata de encajar aunque siempre falten piezas. El esplendor de cuanto sale al paso. Un fuerte apretón de manos selló el regusto por contar lo que se cuenta como lo dijeron.

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