Llovía con ñublo de Unamuno, que es como llueve en el Camino. Término que pone sustancia a la cosa de no ver nada, lo que precisa usos arcaicos o lo parezcan. Otra vez el río grande de aguas negras como origen de semana. Acude a mí el restaurante que falsamente referí a unos belgas como el “Pontevedra”. Quizá acabe en los tribunales por mentira manifiesta y falsedad pública, cuando era el “Narcea”. Raudos apuntaron el dato. Aún se acordarán de mí en Bruselas, de donde venían ida y volvían; el yo-yo jacobeo. En el albergue, el belga sublimaba su manía persecutoria con la limpieza, y ella durmiendo, lo que demuestra que las peregrinas son prácticas. También habían llegado unos malagueños. Dos chicas, el guardián del centeno, y el mismo acento. Hablaban alto para no decir que gritaban, y la belga, para compensar, había sustraído mi almohada para estar más cómoda; golpes da la vida. Por comprar una funda en Oviedo me quedaba sin almohada. Gracia de previsión, demostración de que al orden se anticipa al desorden en delantera. Las desgracias se asocian en cadena. Pensando en la dislocación de los sentidos y sus efectos me metí en el baño tras retirar un palo de fregona partido en dos como quebrado de imposible resolución matemáticas de la vida. Luego me engullí en el saco, totalmente a juego con la funda huérfana de contenido. Al palo le faltaba llorar para saber que era territorio prohibido. Pero lo interpreté como estorbo interpuesto a la libre circulación de fronteras y mercancías; lo cogí y tiré a la basura para su reparación en la otra vida. El peregrino no tira nada; ni un pañuelo. Ni un recuerdo (los que más contaminan). Recicla hasta el pensamiento, eso que dicen que llevamos dentro. Implacable en cuestión de orden y reflejos solidarios, el belga me despertó para que regañara a los malagueños, que de allí venía sin éxito. En su criterio, habían inundado la habitación. El agua bajó por la escalera y mojó al perro, que apenas se resarcía de la etapa, porque iban en bicicleta. Idea sugerente. Pero Málaga roncaba como jornaleros y hasta parecían dar palmas, lo que da la tierra. El belga, desesperado de mi inercia, en evitación de un conflicto diplomático, volvió con el palo que, además de roto, debía estar ya mareado, exhumado como prueba de delito. Pero yo me di la vuelta pensando en lo que me esperaba al día siguiente; preguntándome si podría seguir sin haberme preparado para la marcha, lo que era proverbial, y Dios diría. Había noches que me acordaba del palo como serpiente jubilada del Paraíso; de la indignación del belga. Ante la pasividad total, aquel paladín de la ortodoxia despertó, pues, a los peregrinos, que protestaron con andalucismo subido. Por entre las brumas de la noche le vi esgrimir el palo como Charlton Heston en “Los diez mandamientos” al poner raya a las aguas del Mar Rojo o sacar Coca-Cola de las peñas. La discusión era ya de muchos grados e idiomas mientras la belga ejercía de figura durmiente a la que hacen el trabajo sucio. El grupo negaba como aceituneros de Jaén, aunque fueran de Málaga, que la raigambre se esparce como una mancha inculta. Me desperté a las diez. Como siempre. Yo madrugo a las diez, sorprendido de ver al belga barriendo y plegando las mantas de los andaluces. Me miró como si la justicia no fuera de este mundo, y tenía razón, émulo del simpatiquísimo y milagroso “Fray Escoba”, el ínclito Martín de Porres. En bien de paz jacobea, los andaluces habían desaparecido tragados por la niebla matutina. Cuando todo se rompe o empareja zanjado por el navajazo de despedidas en silencio; palmadas en la espalda y si te vi no me acuerdo. Auténticas toma de posición para esquinazos sobrados o borneo de memoria.

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