Triste fue coger la ropa que la tarde antes dejé tendida, empapada por lluvia alevosa. Aquí hay que tenerlo todo seco menos el carácter, que se da por hecho. Fundamental como las botas que se ciñen a la ruta. Una etapa terminaba y había que cubrir otra. Así son las cosas; siempre a lo que dicen que es un adelante. Sin renuencias a jornada vista. Consigna que aprieta tuercas y ajusta las fuerzas. Dejé al belga barrer, que era su pasión, (hay que complacer al prójimo). Con un apretón de manos y la melancolía de sus ojos me despedí de él. Su compañera dormía. Quintana, Casazorrina; por ahí se andaría. Un cruce de carreteras, un chaparrón repentino que tiñó la vida de negro, y se entra en Salas. Allí quedé con un peregrino que salió a repostar a la fuente donde uno se plantea lo que está haciendo. Se llama Juan Ignacio. 19 años. Sólo verle la cara, pálida, errática, se le sabe salido del retablo de una iglesia. Mira extraviado como los santos; incrédulo de soportar los doce kilos y medio que dice llevar a la giba como trofeo, cuando el reglamento no admite más de siete u ocho. Pero él lo ignora. Así es todo en bandolera. Tambaleándose tira el fardo al suelo y mete la cabeza en la fuente. No otra cosa se hace en la vida que refrescar emociones. Sólo a un místico o un poeta se le ocurre venir hasta aquí por caminos embarrados, secarse al sol, quemarse, y no sólo de pensamientos. Lleva seis camisas con sus mudas e iniciales; libros para el ocio a espera del apagón de los albergues. Un crucifijo que me enseña que le dio una tía de Peumo, en el sur chileno, para que se lo bendigan, y el cuaderno en que anota cuanto ve y disipa el discernimiento, que es lo que más motiva. Su cara lo dice todo. Juan Ignacio, en realidad, es un ángel escapado del museo de Lucía Bosé. La actriz ha dado orden de busca y captura y se asoma a la televisión para que ayuden a cobrar la presa. Un querubín que acaba de dejar en Chile los mofletes apretados por consignas trompeteras y sale de sagrado blanco de inciensos, perplejidades, oraciones; ferocidades por contrastar y la sorpresa del mundo al otro lado de lo trillado. Podría ser la reencarnación del último fraile del Salvador de Cornellana, espléndido cadáver; dormido como crisálida doscientos o trescientos años y despierto con el monasterio clausurado por orden gubernativa, que así acaban las glorias y verdades. Le van las historias. Su perplejidad es teologal. Apostaría por ello. Saca la cabeza del chorro y mira desangelado como debe verse el mundo que mengua aunque siga manando. Su mochila cruje adosada al sol, pegada al muro; se seca la cabeza con las manos y le digo que yo también estuve en Chile. Golpe de efecto para un efebo. Abuso de confianza. Ignoro por qué hago estas cosas ni a qué conduce. Estas calas al pasado. Por qué hago cosas. Quizá la soledad. La fuerza de la ausencia que todo lo abate y escudriña. Se sabe lo que será transgredir normas. Pero se sigue esculpiendo en el frontispicio del pasado. Una vez lo llamé defender la ejecutoria. Se pone la mochila. Hace ademán de despedirse sobrecogido por el peso que expía por el Camino, aquí el Primitivo. Nos veremos en Salas, le digo, sin saber afrontar la aparición de un espectro, aunque medio entero; que no vaya al albergue si es melindroso: eran las mazmorras de la Inquisición. Si oírlo es saberlo, los ojos absorben la estampa del infierno. Deja para siempre el chorro enfurecido que seguirá su curso en la parsimonia del tiempo; que resbala sobre sí mismo y consiga que nada tenga que ver con nada. Sólo está en medio. Pero intriga qué entrañas pulsa para salir tan airada. Juan Ignacio, su bulto a punto de calcinar el sol, de fundirlo en una ampolla, se demuda a la hora punta en que la luz lo arrasa todo sin resquicios de primicias. Entonces pasa un ángel que se apodera del silencio y veo regresar al chileno, que se planta con mucho trabajo y dice: “¿Dijiste?”, ahora se acordaba, el tío. Son así; los conozco. Otra melodía compartida. Inútil desaparecer sin explicar qué hacía por Asturias. “¿Cómo se te ocurrió venir aquí a pasar fatigas?”, no es muy brillante, pero fue lo que se me ocurrió a desmano. Minutos después, tres o cuatro, o así, Juan Ignacio reacciona, se ajusta el contenedor que le muele las costillas y acredita portar el Arca de la Alianza. Es difícil el paso del tiempo que transcurre por sus ojos. El chorro expectante de la fuente ya tronaba y el agua salía de su concha disparatada.

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