Prevenir cascotes y desconchones de aleros en la vía pública. Subía la escala vestido de bombero para evitar suspicacias y falsas interpretaciones, que mi foto había salido en la prensa; tras el andamiaje, me concentraba en reponer el entuerto; reparar con la mente el desperfecto y regresar con Una noche, en el mayor sigilo, fui trasladado a tierra firme. En una motora. Seguían sin saber qué hacerme, aunque algo barruntaban; si encarcelarme en vida o tirarme al agua. Gracias a Dios, la pena de muerte acababa de ser suprimida del Código Penal, Los periódicos querían que confesara a toda costa y me dejara de martingalas; todos coincidían en que ya estaba bien de monsergas dilatorias de un caso que había que zanjar con sanción justa y restitución del daño hecho a la ciudad. Querían cómplices. En el ático que me instalaron me sometieron a diversas pruebas de la verdad, como el polígrafo que trajeron a toda prisa de la TV; mirar directamente a los ojos a uno que tenía mucha vida interior y las prácticas de una vidente. Pero la exhibición pública y macarrónica de las fotos del desastre y su promiscuidad visual desataron todos los demonios. Por un lado se pedía mi linchamiento, con razón, y por otro se avanzaba en el estudio de lo que había ocurrido. La transacción se abría paso por primera vez hacia un final cuerdo, creía. Se trataba, dijeron, de trasponer la imagen alojada en el cerebro; invertir el proceso de restitución que anulase la chata realidad de las paredes dejadas a mi paso. No podía creérmelo. Pensaba que no podía funcionar. Pero, bien mirado, se trataba de la vuelta atrás del asunto desencadenado. Nada podía perder. Me tenían cautivo y me interesaba colaborar; contentar a esos señores que, a la postre, no habían acabado por tirarme al mar ni metido en una celda hasta que los americanos resolvieran el caso. Pusieron las 220 cajas de diapositivas encima de la mesa. Cargaron el proyector y durante semanas me sumí en la interpretación somnolienta de lo que pasaba por la cabeza cada vez que me llevaba una de las fachadas a casa, vaciadas hasta de la historia. La encomiable previsión de tapar con lonas aquel muestrario de horrores evitó que el mal trascendiera y paliara la alarma social; lo que hubiera supuesto más pruebas psicoanalíticas, más mirar a los ojos persiguiendo la vida interior, extracciones de sangre y comparecencias ante la justicia. Cuando todo acabó me volvieron a llevar a la Tabarca para que me repusiera. Estuve mucho tiempo delirando. La cabeza, sometida a agujetas de ácido láctico, me taladraba las sienes y distanciaba de mi antiguo placer por las casas, que ya no existía. Era parte del tratamiento. ¡Y el experimento funcionó! La trasposición fue un éxito, y con la facundia que me llevaba material a casa, lo devolvía con la mente a su sitio, incluso más limpio, donde permanecía oculto hasta que el técnico de Urbanismo, la vidente de la televisión, el psicólogo argentino y el delegado de Bellas Artes que constituían el Equipo de Crisis creado al efecto, daban orden de retirarlos. La gente, confundida, alarmada, quería volver al lugar donde habían nacido, y todo se fraguó en un cúmulo de razones contrapuestas; desazones a gusto de todos, que a nadie satisfizo, a todos dejó confusos y a mí me repuso la libertad pasados veinte años y un día, que se quedaron en catorce meses por buena conducta. No en vano, en el colegio me habían dado un diploma por portarme bien y una copa por ir a misa. Sólo un punto quedaba pendiente. No sabían si revisar la causa y meterme otra vez en la cárcel con cualquier excusa, o provechar mis dotes para fines presupuestarios. Primó lo último. Me hicieron funcionario municipal de Parques y Jardines. Ahora, nada de mirar fachadas con fines fraudulentos. el coche tanque a la base tocando la campanilla, que la sirena todavía no me dejaban. La Autoridad ya había calculado el ahorro que todo esto suponía y estaba contenta. Por no hablar de prevención de accidentes laborales”.
Le recuerdo sentado, digo a Rafael, atento al texto. Pensando qué tendría que ver con él, que es lo primero que piensa un medio gallego, y Rafael es de pro. No había movido una pestaña. Terminado el relato, miró un punto indistinguible del Universo que se sabía de memoria y tenía trato de preferencia por cualidades humanas y algo siderales. Se concentró en ese punto de gravedad que en la Historia hace mover las cosas y rompe las palancas. Dijo algo que no recuerdo bien pero que era sabroso y pasó a otra cosa con la impunidad de saber que podía hacerlo. Más “british” que nunca.

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