Ante mi estupor, para más oprobio, la súbita llegada de las huestes de la Ley y el Orden me había pillado en calzoncillos (parece que siempre pasa lo mismo), y así continuaba delante de ellos y de los periodistas, que no se cansaban de hacerme fotos y yo tragaba. El juez estuvo fino. De inmediato supo que yo no era un terrorista ni miembro de ONG. Era algo peor, un imbécil y un error de bulto. Calmado en su apreciación me dijo que cómo lo hacía. - ¿Cómo hago qué, señor juez? –pregunté. Quería dar la sensación de que efectivamente era imbécil por lo de las eximentes. - Cómo cambia usted la fisonomía de una calle, un barrio, una ciudad, con solo pasearse por la acera. Cómo la esquilma –dijo esta vez más acalorado. - Si le digo la verdad, señor juez, sólo tengo una explicación posible, no confirmada, a la que he llegado tras largas indagaciones en la material. Repito que puede no ser así, pero no se me ocurre otra… - ¿Podemos saber cuál es? El juez estaba interesado. Pocas veces cae un caso así, y con toda seguridad nunca más le caería otro. De no ser por el clamor social suscitado, la angustia pública y el bajón de la Bolsa, el asunto era sin duda interesante. El hurto, usurpación o vandalismo y alevosía causados se aliaba con las furibundas coces nacionalistas que se sentían expoliadas. - Capto la esencia; el sentido integral de la composición urbana; digamos que me fijo en el ornamento de la fachada; el encaje de balcones, rejas y esculturas que adornan, y algo ocurre en mí, se cataliza en el cerebro, y me las llevo absorbidas, señor juez, si me permite el término. Luego se quedan lisas, pistaches y relamidas, ignoro por qué el color, señoría. El juez se quedó perplejo. Abrió tanto los ojos que se le cayeron las gafas, señal de mal augurio. Era un tipo rubicundo, con cara de comer bien y tomarse las cosas con calma, incluso esas. Se pasó el pañuelo por la frente, blandió el mazo y me miró de nuevo: - ¿Está usted seguro? ¿Eso es así? ¿Puede constatarlo? ¿Forma usted parte de banda armada? ¿Qué tiene usted contra nuestro patrimonio cultural y las divisas que devenga el turismo? - Nada, señor, digo señoría; se lo aseguro. Mi delincuencia urbanística es para mí una sorpresa y una incógnita. - - ¿Pertenece usted a Asociación ilícita con ánimo de subvertir el orden? ¿Se ha beneficiado usted últimamente de fondos reservados?El juez no paraba. Estuve horas así, y lo mismo ante sucesivos jueces y policías que interrogaban sobre idénticas razones, sin poderles decir otra cosa. No sabiendo qué hacer conmigo me llevaron a la isla de Tabarca, ignoro por qué. En televisión vi que el caso no hacía mas que crecer. Parecía no tener fronteras. Había alcanzado interés mundial en esta sociedad interaccionada en que pronto se sabe todo en todas partes menos donde hace falta en detrimento de entender algo. Era verano y había pocas noticias, por lo que el asunto adquiría dimensiones que aterraba. En Kosovo habían tomado medidas para que algo semejante no ocurriera. Lo mismo en Macedonia. La Unesco exponía su preocupación, a juzgar por las misivas que llegaban a los centros oficiales. Decían que dos como yo acaban con París y Venecia en un paseo. Tenían razón. Era consciente de la barbaridad que había hecho aunque, en mi descargo, fuese ajeno a la portentosa habilidad de mi talento. Afortunadamente, llegó el invierno, que todo calma un poco. En la isla, aburrida para todos en esa época del año, hacía demasiado frío para mis guardianes, funcionarios de Bellas Artes entrenados en artes marciales, entre otra guardia pretoriana. Mi cometido: acompañar a los bomberos en sanear fachadas.

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