HERRIKOTABERNERAS

Hay dos clases de gente, los que no saben lo que hacen y los que no hacen otra cosa. Ambas están admitidas en la viña del Señor. Yo era de ambos grupos. Cansado de no saber lo que hacía me tiré al monte de la iconoclasia, que era pasarme al otro bando para ver si se arreglaban las cosas. Naturalmente, las cosas no se arreglan solas ni acompañadas. Ni esperan ni están al alcance, que en esto son muy suyas, muy puristas, por no decir unas lagartas. El único remedio era trasplantar mis ilusiones, la carga que había supuesto para mí mismo toda la vida, y hacerme montañero. Como era autodidacta en todo, jamás admití consejo de parte alguna, y menos de un todo. El todo me ha resultado siempre inadmisible. Lo mío era aguantarme lo que fuera posible en el hormigón armado de mis pensamientos. Porque me encantaba creer que pensaba; al menos, alguno lo parecía. Había días. Así el que me llevó 48 horas en el trastero buscando unas viejas botas de mi abuelo, que por aquello de la sangre habría de tener mi mismo pie, o entrado con el mismo pie al mundo, que no la cabeza, que esa no la encontré nunca. Con ellas puestas y sin percatarme de que hubieran venido bien para una operación de estética reduccionista china, aproveché mi "Tarjeta Dorada" (hay que decir que tengo 77 años y lo aparento, y una salud que prefiero no auscultarme), y acabé en algún lugar del País Vasco, Las Vascongadas desde los visigodos, Vasconia con los romanos, creo, buscando una montaña. Tenía prisa. Los pies no me dejaban vivir desde la estación de Atocha. Pero el impulso antivital que siempre he cosechado me impelía a hacerme una trastada (estaba solo en el mundo; no podía hacérsela a los demás); catapultaba a los más altos designios, dicho en término de cumbres, canales y puertos, sin haber nunca opositado a tanto mérito junto. Lo peor era la mochila comprada días atrás en "Capitán Tapioca", subsección de El Corte Inglés de Goya, descuentos del 70 por ciento para mayores de 70 años. En nada reparaba. Era tremendo. En Turismo de Amorebieta me recomendaron que si quería montañas me fuera a los Picos de Europa, que vagamente asociaba por Cantabria o Toledo, sabrá Dios. Dado el caso, la confusión invadía sin resquicio todos mis propósitos, el cansancio hacía mella en el ánimo y sólo un chacolí tras otro de una botella de litro y medio que compré en la estación y llevaba en la mano me aliviaba de mí mismo; de verme, de sentirme respirar; de pasar todo el tiempo conmigo sin mismidad ni solución de continuidad alguna. Como ha pasado siempre; de mis congojas. Me eché un trago salutífero, largo y desproporcionado que, por primera vez desde que salí a Atocha a las 5.30, me centró ideas, recordando, de paso, dónde iba a ir, pues lo había olvidado. Iba mucho a Atocha a ver el Jardín Tropical amorosamente ocupado por los desheredados de la vida, que, en el invierno que había decidido emprender viaje, pasaban todo el día amorosamente recostados en los bancos de cemento leyendo un periódico del siglo pasado. En realidad, iba por ver el estanque, este asiático y cargado de nenúfares; tantos que ocultaban la vida de tortugas que sumergía su intento de tener experiencias y ver mundo. Como cualquiera. Siempre sospeché que las tortugas sabían lo que querían y nadaban contracorriente; que tenían razón en la solución de todas las perezas. Un espejismo de otra época; la realidad dormida que asomaba a mis sueños cuando más lo precisaba: lo único que me iba quedando tieso. Por eso cultivaba su imagen cada día de diez a doce como una ofrenda a dioses desparecidos; a imposibles causas desmontadas por el mazazo del tiempo y la intemperie de las ideas que se oxidaban solas. Me sequé una lágrima viendo cómo hacían el amor las tortugas afianzadas en una piedra; rodeadas de grupos de niños que coreaban la escena entre padres y maletas, confundidos unos con otras. En aquella vorágine democrática donde cada cual tomaba el tren que quisiera, recordaba, todo parecía posible, incluso para él, que luchaba con una de las patillas de las gafas que no se estaba quieta. Se le caía desde hacía tres meses y había intentado sujetarla con todo, hasta con soplete, sin éxito. Una palabra que no entraba en su vida resguardada de toda complicación mayestática y luminosa. Lo suyo era el oscuro lamentar de la vida satisfecha en no hallar respuestas, bendito fuese Dios, una vez que no las había. Para las mujeres, que todo aquilataban, tampoco. Se echó otro trago reparador. Miró la botella mediada y vio que era de Pacharán. Así era la vida, uno ya no estaba seguro ni de lo que bebía; ¿cómo imaginarse, pues, lo que creía ver en los días claros de la inteligencia, en la ponzoña abstrusa de los años? Conflicto habemos, pensó en terminología cartuja; su ilusión perdida. El valladar imposible ya de trasponer para acordarse de que hay alma y no se trata del nombre de un perfume barato ni de la mujer de nadie. Crispación de licores territoriales, eso era después de todo. Todo tenía explicación si no había causa por medio. Sólo trampantojos; ansiedades expansionistas de la piel y toda la tramoya que había llevado a los vascos a tener hematíes con boina como elemento diferenciador del resto del concurso humano. Lo había dicho la TV y era de dominio público. Santa palabra. Llevaba dos horas, el tiempo que le dijeron que tardaba en pasar el autobús (no podía más; su juventud se había inaugurado vencida o a dos pasos de no tener cabida, y lo demás fue arrastrarse por los recuerdos como podía). Estaba sentado en una piedra mitad filosofal, mitad patria en el 50 por ciento que le correspondía del lugar con la mochila a cuestas. No se la había quitado desde Atocha, como los recuerdos, todos incombustibles en el desmayo que provocaban pasadas las largas lenguas del tiempo y sin marcharse ninguno; Dios los fulminase. Pero no, le sobrevivirían sin remedio para contar todo lo que no había sabido hacer ni estaba tampoco de acuerdo en trasegarlo. Era como si llevara puestas todas las gibas de la tierra. La abrió. Por la boca de gran escualo que mostraba sus tripas extrajo sin pensar una sartén de tamaño medio (era de buen comer) que había comprado en un chino; una radio para oír las noticias y saber en qué andaban esos muchachos del norte que revoloteaban tanto y poco descanso daban a las neuronas; mañana tarde y noche calibrando la causa; la causa buscándoles sañudamente por la mañana, la tarde y la noche, porque de ese círculo de espanto de acogotar las horas del día con la misma música no saldrían mientras quedara un hálito de pacharán en la corriente alcohólica, Navarra del brazo. Dejaban corta a la Iglesia de la Cienciología. Tanteó la cubertería que llevaba para vencer el hambre y otras cosas de peso que no discernió. Estaba el sacó; respiró: eso era fundamental. Media hora después se desesperó, tiró la sartén al río, que se la fue llevando puesta en surfing euskaldún, y marchó camino adentro de la espesura, dejando la carretera. En la siguiente curva pasó el autobús. Uno precioso. Azul y verde como las estrellitas que esparcieron sus ojos en el enojo de verle rebasar en aquella encrucijada de los sentidos, para algunos feria de vanidades. Otro trago; el último, porque no quedaba. Así era la vida, se consoló. Pero, bueno, todavía se quedaba a sí mismo, aunque primero tuviera que buscarse; saber qué sentido arrastraban sus pasos. Los tobillos eran ya heridas vivas que daban hurras de colores inflamados. En una farmacia de Rentería (ya no sabía por dónde había andado en los últimos días), le habían dado unos parches que se acoplaban al hueso como la sanguijuela de la vida que se aprovecha de uno y uno se resigna. Qué se va a hacer si lleva uno toda la vida esperando que, por lo menos, las normalicen en su efecto cáustico; saber que andan limpias... Era una delicia. El problema eran las botas del abuelo. Eso no tenía remedio. Había que seguir olvidándose del empeño. Seguir, ¿a dónde? Se acordó de Dios, que es a lo que se agarra uno cuando todo está perdido, y uno más que todos. ¿Le estaría viendo? Se arregló el cuello de la camisa. Lo de la botella había estado mal, lo confesaba. Pero había otras partes que eran de elogiar, la decisión de emprender viaje, por ejemplo. Acto volitivo que demostraba que uno no se había muerto todavía aunque faltara poco. La resolución de contar con uno cuando uno jamás ha contado consigo mismo, producto de la educación que ha recibido; de las interminables series de TV que cultivan el espíritu y la flebitis. Un cartel: Irún, 13 kilómetros. Seguía sin haber montañas; sólo aquellas lomas tan bonitas, tan femeninas y novicias con su color verde, pero indignas escalar por él. Creía haber hallado la solución para sus pies: hacer todo uno, como la mala conciencia, entre el calcetín pegado a la plantilla hecha la imposibilidad de quitarse las botas. Se habían fosilizado. Como la ausencia; como la memoria deshecha. A través de los 19 días de hoteles que llevaba, a alguno de los cuales no le habían dejado pernoctar. Si eso fuera todo en la vida, caviló y tentó la botella vacía. Era una lata. Sólo había ríos; y floresta. Y más soledad de la que llevaba 30 años documentando en casa. Sorbió el último néctar navarro adosado a la más baja parte que se pudiera ver de una botella. La agitó y tiró al río, la Nerea, inútilmente esperando oír un grito de su pecho de anciano irredento. Sólo el chasquido leve y educado de la botella llevándosela la corriente hacia otro sino, que tampoco vería ni sabría cuál. Era como en casa. Dentro y fuera de su cabeza, del piso o las montañas buscadas, todo permanecía igual; inabarcable más que prefigurando el engaño total de los sentidos. Eso era, se dijo para animarse como si antes lo hubiera estado o supiera lo que fuera; una entelequia. Todavía le quedaban unas palabras finas para nombrar lo que huía de ellas; de cuando era joven y tenía 50 años o así y se empeñó en reconstruir una lancha torpedera a escala, marca "Reveló", dividida en 160 piezas de plástico, confiado en su inhabilidad manifiesta; en la torpeza que le obligaba a llevar guantes todo el año para no destrozar más la jaula de las ideas que poco a poco, gracias a Dios, desertaban con sólo verle. Así iba a Irún por carretera; no quería sorpresa por más sendas medievales; en todas se caía; calzadas romanas o pasos napoleónico para conducir tropas. De ellas se había librado y no abandonaba la carretera. Estaba en lo seguro, la insensata cinta de asfalto que en nada reparaba; en nada creía, como el cielo parecía estar haciendo ahora con él, castigando la soberbia de pretender lo que quisiera. Otra cosa sería saber qué; qué podría salirle al encuentro que reconociera. Cogió la mochila y la dejó al pie de un letrero que anunciaba una minúscula iglesia prerrománica que había sido una leprosería: "Malatería de Silva. Siglo IX”. Ahí era nada. El también se sentía del Siglo IX. Prerrománico en todo caso. Nada de ojivas en su cerebro ni todo lo que vino después en su vida, cáscara pelada de todo condumio. La puerta, raída por la entrada de todos los vientos que se colaban hiciera de noche o de día, por el chasco de tantos nubarrones, el sol rajante a las horas oportunas y el tiempo que hacía de todo, se abrió con queja. Dentro acostumbró los ojos a la oscuridad propia de un sarcófago empapelado en sueño, al caldo de cultivo bañado por siglos de descreimiento e indolencia. Se sentó a la izquierda en un poyo de piedra donde antaño la grey aprovechaba para dar la espalda a la piedra; le viera la comunidad de estantiguas desaliñadas que, despavoridas, huían en desbandada por no verle. En una hornacina apenas aflorar del suelo, mirándole, la espalda aliviada por el frescor secular de la pared, una pila bautismal hacía creer su sola utilización para infantes o nonatos. Un altar de madera lamida por la humedad contagiosa había acabado con la esperanza de ver los santos que fueran del lugar; ayudaran en aquel paraje remoto al que la inercia de no cargar mochila le había llevado a dar con la minúscula ermita, dedicada a san Pancracio. La sacristía se había derrumbado. Todo era el terror de la muerte que no sentía sino que la llamaba en el fin del juego de la vida. La ropa para oficiar la misa se traducía en bolas revestidas de pontifical del olvido, cagadas de golondrina que a toda prisa, como les fuera en ello algo imperioso y secreto, entraban por los agujeros abiertos en el techo; deshechos de deshechos; desgarros de girones, que él traducía en su propia ausencia. En el tiempo que hacía que no calibraba la vida, si a eso podía llamársela tal; no la sandía caída ya de su última pepita. Pero lo mejor estaba por espetar. Cerrada la puerta miró con aprensión nostálgica la cuesta que se le venía encima, a la cual asomaba las cruces de un antiguo y raído cementerio. Se echó agua a la cara de un potente chorro que salía de unas piedras, indicativo de que todo no estaba apagado, gastado en la Naturaleza, y emprendió camino. Al poco, media cuesta, le llamó la atención una piedra en forma de silla, con asiento en lámina pétrea, cuya función adujo el letrero que las autoridades habían puesto para discernimiento público: "El Descanso del Muerto". Leyó: “Los deudos que cargaban el ataúd al cercano cementerio, por lo general mayores, depositaban allí el muerto para tomar resuello, beber agua de la fuente, que mana desde el siglo XI, y proseguir ascenso al pino camposanto para cumplir con el finado”. Estaba bien aquello, consideró. En Madrid tendrían que ponerlo cada estación de metro; o hacer kioscos para llorar un poco. ¿Qué más quedaba por hacer que no tuviera que ver con él, verdadero objeto de su viaje y canto del cisne o pato borracho? El Pacharán había acabado con él. Ahora se veía libre, viejo y caduco. Como Withman, que era leído. Cuatro horas hacia Irún como meta, se proponía como fin de fiesta. Tenía sed y su paso despertaba la risa, los insultos y las bocinas de los coches que encontraba. No había más fuente que la que se había secado en su memoria. La última, al salir de mañana de la pensión, una aldehuela de cinco o seis bares, no más, con pinchos nunca encontrados en ninguna otra parte del orbe que pincha. En uno pidió un bocadillo de chorizo para desayunar. - ¿Crudo o frito? -dijo el cancerbero de la barra, dispuesto a escuchar cualquier cosa que tuviera que descodificar. Tuvo que improvisar. La pregunta le había pillado por sorpresa: - Frito. Era tan fácil dejar a todo el mundo contento...Feliz de su capacidad de respuesta se sentó entre la algarabía de los que tomaban chiquitos. El local, minúsculo, con una ventana enrejada que daba a todo aire de mazmorra, tenía su peculiaridad. De arriba abajo estaba tapizada de boinas negras bordadas con leyendas que eran los partidos ganados por el Athletic de Bilbao desde su fundación. En blanco bordadas en negro, los encuentros perdidos. Se sabía los árbitros y nombre de los entrenadores. Compungía tanta victoria, tanto polvo, y constreñía el ánimo imaginar los escuadrones de ácaros, probablemente generaciones de generaciones y hasta clones resbalando silenciosamente por el chorizo que me estaba comiendo al arbitrio de que algo hay que hacer cuando uno se escapa de casa. Era barato. No extrañaba con los ácaros. Llené la "Tapioca" con el agua de la plaza. A la salida del pueblo había un dolmen que tenía un anuncio de Pepsicola y se vendían casetes de "La Bella y la Bestia" y "Por quién doblan las campanas", de Hemingway. Una niña tenía en las manos la biografía de José Blanco, del PSOE. Pero pesaba demasiado para llevársela, digo a Blanco. A los pocos metros, sin que me vieran, para evitar suspicacias, me palmoteé entero los tientos para amortizar ácaros y que la jornada fuera menos aleve. Buen día hacía después de todo. El Eskarrikasku, colina de pega, había sido mortal. No porque el montecillo (yo buscaba otra cosa de más enjundia) no lo mereciera, sino porque me habían caído seis aguaceros contabilizados, dos salidas de sol y una granizada, por lo que las botas de mi abuelo eran chanclas chapoteadas en la miseria del barro y las piedras que habían entorpecido la marcha. Esa noche no cené. Me metí en la cama con 39 de fiebre y un dolor de riñones que yo no sabía se pudiera soportar. Pero al día siguiente, milagro de las resurrecciones cuando el propósito anima, bajé al bar a desayunar con chorizo y llenar la "Tapioca" que esgrimo con aire de aventurero. Nunca olvidaré la Eskarrikasku de mala memoria. En Irún, a la que llegué casi descalzo (las botas del abuelo ya eran alpargatas deshechas envueltas en trozos de toalla), por fin crucé el fantasmal puente que otrora separaba España de Francia (algunos dicen que otrora también hubo las buenas épocas que unía). El río es ancho y tenebroso, como cargado de mala conciencia por cuanto ha visto pasar. Las aguas son grises tirando a negras en día plomizo como el que tuve en suerte. Daba miedo tanta pompa históricodemencial como había pasado por ahí de un lado a otro; tanto pacto de familia para, al final, salir desplumados. A su lado me sentía un riachuelo. Por eso me apresuré a coger un taxi y decir que me dejara donde quisiera, que a mí lo mismo daba; que no tenía nada en concierto. El taxista, que era murciano, me miró con conmiseración. Era de la Iglesia Baptista, nada menos. De la que son los presidente norteamericanos. - Va usted bueno -dijo el hombre después de buscar mucho las palabras para no herir a la clientela y cumplir, a cada volantazo, con la congregación a la que pertenecía. - Ya -dije yo. No dije más, aunque el hombre se lo merecía porque estaba muy cansado. Aquel día, yendo al corazón de Guipúzcoa, me vi finalmente obligado a decirle que me dejara (llevábamos siete horas del corazón de Vizcaya al de Álava y así, con todos sus ventrículos y las sístoles intercomunicadas, y el taxista se removía inquieto, por muy baptista que fuera, y empezaba a blasfemar). - ¡Aquí! -dije animado por ver al fin un bar. La sed arrasaba: había tenido que contarle al baptista tres o cuatro veces mi vida, por lo que la última empezó cuando ya era mayor de edad y vivía con el abuelo, por abreviar y no cansar... No se lo dije por no hacer tambalear su fe, pero el mecanismo era automático. Ver a un taxista era aplicarle su exacta definición: la distancia más corta entre dos exabruptos. - ¿Aquí? -se extrañó el susodicho. Ya no me caía bien. Ya era un susodicho. - Usted sabrá -dijo cáustico echando cuentas-. Son 600. - ¿Seiscientos, qué? -no entendía bien. ¿Pasos? ¿Recuerdos?, pensaba-. - No, señor. Euros. Me ha tenido medio día recorriendo el País Vasco. Me voy a casa, si usted no tiene inconveniente... - Me parece bien. Váyase usted a su casa que se lo ha ganado. Quizá he estado un poco pesado con mi vida... - No; qué va. ¿Se baja ya? Me esperan mis hijos. Cuando lo cuente no se lo creen... Reuní mis partes, saqué una pierna del taxi y la otra con la ayuda del taxista, que tiraba con fuerza para ver si podía desprenderse de mí de una vez, lo que se consiguió con el auxilio de una mujer que acaba de bajarse de un autobús cargada con una cesta llena de sardinas, cosa chocante, en el corazón de Guipúzcoa, que aquello no era Zaráuz ni Zumalla; ni Motrico, con lo bonito que dicen las postales que es Motrico. Al taxista no le di propina porque al final se puso algo impertinente y se dedicó a cantar salmos que recordaban la ira de Dios y infancia iconoclasta de mi familia. La verdad era que había encontrado una taberna aunque con ayuda motorizada. En el cruce del camino, aislado en su esplendidez, la marca de la casa en grandes letras de proeza: "HERRIKO TABERNA". Ahí era nada otra vez. Por fin las conocía y no sólo de verlas en TV. Con aprensión no exenta de melancolía (la llevaba pegada; era una lata), me dirigí a la puerta. Pero algo distrajo mi atención. Cerca había una fuente descomunal, como las que en Castilla servían para abrevar el ganado, de seis o siete caños que hasta cantaban al descargar en la taza. Saqué la "Tapioca", pero la curiosidad me venció y atravesé el umbral del bar, que estaba limpísimo. En su interior, tres o cuatro herrikotaberneras discutían, mitad "Versace", mitad "Rústicas", pero con buenos colores en la cara y olores caros, en la barra, cuál de los aeropuertos que se barajaban les resultaba más incómodo, si el de Miami (decían Maiámi) o el de Chicago, lo que daba alcance de los viajadas que estaban y la altura de sus bolsillos. El herrikotabernero me miraba escrutando la clase de pájaro que se atrevía a comparecer de tal guisa ante un órgano de raíz autóctona. Y tenía razón. Para entonces ya iba descalzo y me había dejado la "Tapioca-guerrera" en el taxi. Menos mal que en los calcetines llevaba el dinero que era, como todo, herencia de mi querido abuelo; desde lejos estaría viendo mis tribulaciones deseoso de echarme una mano, quizá al cuello. - ¿Qué? -me soltó -¿De camino, abuelo? - Ya ve usted, buen hombre -le solté entono manchego-; haciendo lo que se puede... - Ya veo -dijo poniéndome los tres zumos de tomate que, no sé porque; por nerviosismo de estar allí, había pedido para ganar tiempo y que dejara de mirarme así. - Hay más-dijo, mostrando una garrafa vascongada de 6.5 litros; lo menos que despachaba la casa... En mi apuro: - Otro -le sonreí-. A mí nunca me ha gustado el tomate; pero fue lo primero que se me vino a la cabeza. El local no carecía de nada. La sección internacional estaba en la barra, complementada ahora por otra herrikotabernera que hablaba de trapos. Todo relucía de nuevo y limpio. En una mesa a la entrada, dos herrikotaberneros en traje seglar hablaban de historia y efemérides, bajas las cabezas para contarse mejor las cosas; separados por un rimero de láminas que a veces esgrimían y vuelta a releer el texto. Yo sólo tengo un defecto, lo reconozco, y es la manida manía de tener que leer todo lo que cae a mi vista, gracias a lo cual he adquirido una gran incultura. De forma que la tentación y mala educación fue tanta que me venció; ya éramos de consuno tras cabezas perorando mientes y viéndonos los ojos. Como aquello tenía que salir por alguna parte antes de que me echaran a patadas del bar, solicité uno de los impresos: - ¿Puedo? Ellos se miraron atónitos ante la osadía. Jamás nadie se había atrevido a interrumpir la secuencia histórica que del país se llevaba entre las mesas con la circunspección de estar en lo cierto y los demás equivocados de antemano, por no decir que desde siempre: - ¿Cómo? -dijeron al proteger la solvencia impresa con las manos. - Verán ustedes -me disculpé-. Les he oído hablar de la Patria y no me he resistido...- Soy catedrático de Historia y Lenguas Muertas -mentí-. - ¡Ah! -soltaron al unísono los herrihistóricotaberneros-. Están plastificados y contados. Los damos sólo a personal cualificado... - Entonces cojo uno -y lo cogí. Había llegado al clímax de una situación insostenible que seguramente recordaría toda la vida. Pero me equivoqué. El mayor de ellos sujetó por el brazo a su compañero, un muchacho que estallaba de salud por cinco costados que hubiera tenido más los reglamentarios: - Tiene cinco minutos -me extendió un plastificado-. Siéntese ahí, a la puerta; que le veamos. Luego nos dice. Yo asentí en tono académico. El dinero en el calcetín me hacía cosquillas pero no me atreví a rascame, no lo interpretaran como desacato. El plastificado estaba bien. A mí me gustó. Excelentemente redactado, sin firma de autor. Decía que el corazón de Euskal Herria estaba en Navarra, que unificó los dialectos pertinentes y marcó la pauta con la idiosincrasia. Me levanté y se los di - ¿Y bien? -me interrogaron. - Está muy bien. Todo histórico. Enhorabuena... - Eso es; veo que lo ha entendido -dijo el mayor-. La cosa está clara... - Me alegro. -les di la mano. Todavía me invitaron a la fiesta que al día siguiente daban en un pueblo de los alrededores donde iban a repartir los plastificados. - Vendrá usted, ¿no? -dijo el joven sin soltarme la mano. - Desde luego. Mi vida es una fiesta -contesté. Hemingway siempre sacaba del apuro. Salí y en el centro de la fuente había una placa en la que no había reparado. Decía haberse inaugurado en 1927, cuando la dictadura de Primo de Rivera. Pedí un móvil prestado y llamé un taxi, que volvió a ser el del baptista que se había quedado esperando a la caza de cliente: -¿Otra vez usted? –se llevaba las manos a la cabeza... -La vida es una tómbola –se lo dije para herirle. -Pero... -Mire, déjese de salmos y lléveme a un hospital, que no me tengo. -Dios lo quiera –dijo el otro.
Sólo queda lo que se olvida; lo que se resiste a cambiar de muda. A marcharse. Cuanto se apea de la memoria crónica y se encierra sola a jugar sin los juguetes que hacen falta y se echa de menos. Lo demás riega el camino por donde no pasas. Como este taxi loco que parangona mis recuerdos y no sabe por dónde pasa. Pensar que no sabemos pensar; que no hay destino a qué enviar el pensamiento irresoluto de una idea que nunca saldrá de su germen. De no existir el todo se viviría de partes en ciernes, de su propio gluten pegajoso. Semilla discernible de inconstante creer. La parte desprendida de la parte que no ha tenido parte; que aspira al todo desconociendo la flaqueza de su empeño, la desmesura de la razón que se opone a ello. Eso es mi pecho; mis pies descalzos y la vejez lograda y redonda. Lo único que se salva del naufragio de haberte creído cuerdo; que nada trascienda su casilla empaquetada. El único consuelo de pensar, que no trascienda; que pase pronto y la nada encienda otra vez su semáforo en rojo. Contando los minutos que ya no tienes para cruzar, el campo visual en rojo como verde empezó a germinar lo que se agostó a deshora y quedó yerto. Yo mismo al cabo de todos los segundos que han pasado por mi cuerpo y ahora traducen lápidas de todas las esquivadas. Botarate. Qué bien hiciese en no tener familia que te aguantase; que estimulase tu inopia; la caja de recuerdos sellada y a desmano. Pulsos perdidos. Eso decía Anaxágoras, qué nombre tan bonito, que era la vida, un viaje. Pero, ¿cuál? ¿Adónde?; consuelos de otros. Pan sin mañana. Que todo vuelva a la carretera por donde escapa la vida. De perecer nace el sueño; mira por el espejo retrovisor sin vernos; se queda atrás sin nosotros hecho pedazos. ¿Qué tanteará el corazón? El sueño a botepronto de una pelota rota; de una raqueta sin cuerdas. La bruma de un campo estático sujeta por su telaraña. Te acercas a lo que expande dormir con su aureola de mortal certeza. De calamidades en cadena, esa es también la vida. Luego, todo será el haz del envés; el revés de lo vivido. La alcancía del recuerdo que nada compromete y a todos engaña; endilga su soflama. Ver, pues, lo que no te ve: eso son los pasos, el secreto. Cuanto más te ves más densa se pone la nada. Más pelma. El milagro es vivir sin saber las reglas ni contar peones; la espera a que todo se vacíe de su propia facundia y deje la estela. Al final siempre vives otra vida, otra esfera; la aquilatada prontitud de la espera afrontada cada día. Serías tú si quisieras creerte o verte cómo eres; no hubiera en medio algo ambiguo que descalifica el dislate. Si se creyera algo no compuesto de voces y cuajado de ausencias. No estaría mal, piensas. O lo que es lo mismo: miras por la ventanilla las pantallas que embadurna el tiempo y la zarza tiñe de verde. Nos dan la carga de emociones para que no podamos vivir con ellas, ni ellas con nosotros; distinguir la una de la otra conseja hasta nuevo sesgo de lo ignoto. Trasluce una idea y verás que es de plástico; que cruje y se queja como cualquier criatura que amamanta el tiempo. Todo pormenor pormenoriza el polvo que se come el ignaro ácaro. Alguien tendría que decirnos para qué vivimos; para qué el ridículo de sentirnos vivos y a comienzo de algo que no respalda el tiempo; que a la postre sucumbe contigo para hacer de la odisea una lápida sin nombre, sabido para qué morimos. Desenlace: vuelta a empezar sin asomo de certeza; de nosotros; sin restos de lo que fuimos o dijimos entre la cuchilla de la niebla que todo parte en dos a rescoldo de lo que no transita. Retórica: ¿cuándo vendrá la luz que nos quiete de enmedio? Recuerdo de Los Álamos. De lo que hacen las acacias en medio de nada. De lo que hay en medio de la mitad de lo partido, de lo que no tiene arrestos. El hombre se cansa de sí porque no se puede cansar en otro ni hay margen para ello. Los rostros, en cambio, se diluyen en su propia fantasía. Si supiéramos para qué hacer las cosas seríamos cautivos de su propia esencia. Pero tampoco nosotros. La vida, a efectos, tiene el grosor que se merece; la transparencia que quiere: no paga; pega fuerte; desaconseja a ultranza para andar sin tropiezos el camino. Todo es un porvenir vacío de recuerdos; el puzzle que martiriza la materia prima; una sartén sin mango. Nada evidencia más que lo que deja en evidencia. ¿Recuerda alguien de verdad si fue feliz? ¿Si era lo que decías que era feliz? La felicidad es inversamente proporcional al esfuerzo que despliegas en huir de ello. ¿Qué parte habrá apartada de las demás solvencias? El tiempo se llena huyendo de sí mismo hasta que nos alcanza y todo vuelve a dar lo mismo. La ola se traga a sí misma. Repara que todo es agua y tiempo. Hay un tiempo para todo; el que se blinda solo. La última aventura será saltar sin pies ni aire; constituir la conciencia en pies de barro. Las verdades solas también se quedan a oscuras quietas. Una oscuridad es un placer insatisfecho; olvidar dónde está la luz de la conciencia; de siempre saber dónde encajar sin precisar tu presencia. El horizonte no pertenece a nadie. Está solo. Por eso persiste en su horadar el cielo. Como mucho el espejo dice el que eres si te estás quieto y no disientes. Todo se resolverá en su propio vacío de perfecciones. Hasta entonces, prietas las filas; orejas gachas. ¿Qué grosor admite una mirada? ¿Tiene lo que se idea sin esfera? Patrón de comportamiento: capataz de trinchera. La vida, hundir el código, el verbo. ¿Caben sorpresas en alas muertas, puertas siempre abiertas? Todo se andará sin añadidura ni espuertas a la venta. De nacer dan el mazazo romo de las espera; nos dicen que es la vida lo que sale al encuentro sin andenes ni reservas. Todo rodará por cabezas quietas, la inercia de meninges muertas. Se sabe lo que se quiere saber sin aprenderse lo sabido. Nada es tan cierto que tampoco lo sea. En el mejor de los casos seremos el que fuimos sin saberlo; sin poder prefabricarlo y repetirlo en la experiencia; sin que nada apunte el paso, apresurare la ausencia. Qué buena razón no tenerla. No saber qué razonable idea está presa y retenerla. Así la vida tan sin vida cierta. Apelmazada de esperas. De sabores acres. De dulce compota de la nada. Toda una confusión que se confunde y vuela. Para eso prestan las alas; paralela a ninguna parte en el paisaje metido en su redoma. La tarde señorea. Es lo que hace. Lo puedes ver al día siguiente sin esperas ni sospechas. ¿Por qué huir para encontrarse si no hay sitio de conseja? ¿Todo será así, sin espera ni sino? Todo vuelve a ser la vuelta de hoja sobre sí misma; el pliegue de una ausencia. La precaria batibilidad de las alas de una mariposa; de lo que no cesa. ¡Si supiéramos ser y no otra cosa!; el preciado metal del alma. El pozo que licúa la memoria. Y amordaza el brocal de la tristeza. Somos lo que no alcanzamos a ser por vez primera y última; la repetida secuencia del encuentro con la sombra. El rincón que recela. El deshilachado dibujo del recuerdo en trama ajena. La opaca novedad de la vergüenza ajena. ¿Qué habrá de ser en lo que huye de sí en el reparo de no encontrarse, lo que descompone el paso y aleja? Todas las señales apuntan a su ausencia. A la enmascarada animalidad de cuanto hierve dentro y rompe de ortografías ácratas la falta de sustento del mañana. Uno nunca escapa a la sensación de ser un imbécil trasmutado en idiota. Cuanto más te deshaces más vuelves a tu ancestro, a tu acerbo; el amanecer que parecía posible fueron opacos cristales falsos. ¿Qué hay donde se descarta que haya algo premunido de solvencia; de voracidad rabiosa? Verborrea endémica. Epidémica. Paludismo de la idea. Dificultad: vértelas contigo tan callando. Sólo soñando, el corazón y los ojos son autónomos, nos desprendemos de sí para creernos otros; actores de un puerto desconocido que coloreamos sin freno. Soñamos para caer en lo que queremos ser y no divisamos ni creemos. Para creer lo que queremos ser necesitamos ser otro. De otro. El perfecto desconocido, pues. Cara arrasada por el recuerdo y picada por los días; lavada por el espejo de los años mansos que no conducen a ninguna parte ni sueñan con ello. Palos que baten el aire. Conciencia de ser otra cosa, no el arrastre de lo que vive sin remedio. Sólo vale lo que propende la visión de no estar ahí, de ser cierto; de no ser tú el que ejecuta el sueño. A la verdad hay que coagularla para que diga la verdad; desprenderla de adventicias y amalgamar marasmos con desdichas para extraer su jugo. Chanzas de imposibles remordimientos. Con la verdad, cogerla a traición que no duela. Confusión: no lo que ves; lo que te mira por dentro. Sentimiento del revés que no cesa por medio. La lluvia de batracios de la memoria muerta. La vida es un campo traviesa, y la desolación lo posible que pasa a toda prisa perseguida por la inercia. Nada viene cuando vuelves o no regresas. Nada te conoce mejor que lo que dejas yerto en el silencio de partidas sin puerto ni veleros que circunnavegan sueños; cielos entreverados de visiones tuertas. ¿Por qué la soledad se queda sola sino para atraer el estruendo de lo que queda muerto? Todo se verá las caras cuando el tiempo las haya roto, imposible verte sin salir de los demás. ¿Cuántas veces harán falta para que surja una sola entera; la tuya encaramada a toda idea que encalla costra? Una vez sola basta para creerla vista alguna vez. Que has visto todas. Toda vuelta atrás, la esperanza de que haya ocurrido alguna vez. Nunca vuelves porque no estabas ni dormido al otro lado. Amodorrado y en silencio deglutiendo salmodias (lo que entiendes pasa sin resuello). La vida se alza como una muralla hueca. Cada vez queda menos tiempo, no se sabe para qué cruzar el dintel reforzado de la memoria, la acuchillada sensación de no salir del escollo de la ausencia; de lo que aprieta el alma en su escollera. Nos veremos las caras cuando nada quede en la mirada sino el vacío de una cuenca; la soledad no sepa qué hacer contigo ni darse una vuelta. ¿Para qué tanto tiempo si no llegamos a tiempo; si mañana será lo mismo pero al revés mastuerzo y viejo? Todo está en su anhelo movedizo, ventana al horizonte que no separa la tierra del cielo; el difuso no saber a qué atenerse en la sospecha de que yerras el paso, haya algo y la ansiedad aprieta. Vendrás para irte sin saberlo. Todo es conmiseración del deseo; voces que sonaron en un apartado lugar que la boca olvida; que los ojos atrapan lo que no existió ni vino a buscarnos porque aquel enrejado de vientos se aliaba con la parsimonia de no servir para nada y por tal tenían sello. Se será la truncada esperanza de un espasmo quieto. Una vez muerto, una vez vivo. Nada consuma tanto como la falta de consumación de los sentidos que se han ido o dados por muertos. Volvamos a vernos en el diapasón de los sentidos; en la verdad que está lastrada de sí misma si es que no se cansa antes de sí; del mal que enseña la otra cara de la nada; la salmodia de la desiderata. Volvemos a vernos porque no nos vemos ni sabemos qué hacer con los demás ni nosotros. Ser otro anonimato incierto. ¿Por qué envolverán la vida en papel de fumar? Hay que adelantarse para regresar buscando lo perdido que siempre es de otro en la sombra que amaga la esperanza y todas las bambalinas puestas, la lanza arrojadiza. Los pájaros perplejos que se mojan a gusto. Todo es el poso de la nada en salmuera y conserva; con etiquetas de calidad de origen. Al cabo te miras en el espejo y no ves nada. La borrosa sensación de estar al lado esperando algo que no conjuga con los ojos ni el aullido de los pasos. No eres tú. Todo ha pasado sin darte cuenta y el final se rompe en trozos de cuanto no has vivido. La soledad se desparrama como una nube tóxica que tiñe de ocres y amarillos el horizonte que cruzaste a la ida. La caída libre de una voz, la detonación que escuchaste en el pecho y ahí anidó. El anónimo grito de una golondrina sin causa que no hace nido. El eco que no rebota en los peñascos que abaten los sueños y los dejan pasto de una serenidad engañosa. Lo que quedó en medio convertido en mortaja insonora; palabras que entraman la simbiosis con la nada; el artificio de creer que se cultivan los nombres en descuidado amago de barbecho. Que eres lo que niega la espesura de la tierra, la oscuridad más espantosa que cabalga de espaldas. A ciegas de apretar el alma siempre en guardia, siempre sola. Parajes donde, hosco, rompe el mar en la soledad nocturna que arrebata la aurora; embate de la fuerza que viene de muy lejos como garganta ronca que arrastra un fondo de arena; lo que descansa al besar la costa y ostenta presteza. ¿Qué hará allí esa enormidad que no cesa, reflujo que bate la ola seca de fuerzas? Eterno sacudir el polvo de un olvido que traspone el tiempo como si curara. Todo a los ojos terso en su concurso, escapado de cualquier momento huido de instancias que giman en silencio. Las olas clavan en el suelo y, en su emboscada, truenan de misterio; de lo que nunca será doméstico, sí armónico y sereno, ahora vestigio de una cinta que disuelve el viento y anida el oído. Pronto el mar volverá a ser dueño de sí mismo como siempre lo ha sido siempre sin espera de adivinos. Constante remecer de olvidos que crispa el viento y saca la puntilla del recuerdo; reinventar cada mañana con los ojos la sombra que avanza hasta poseerlo todo en el ensalmo loco de un instante quieto e insonoro. Locura que pueblan los fantasmas, piel de todas las melancolías. Hay en ello la idealidad que muere a cada rato en su particular esquema de recuerdos. La falsedad aprendida a mirar con ojos nuevos. Tasar, medir la nada. Simple burla de boca sin dientes, sin morada. Vivir será conjugar un verso nuevo; para otros, roto. Panoplia de verdades inconclusas inventadas por nadie para ser alguien. Renglones movedizos y palabras atravesadas por la espada del aire. Arrecife de coral a qué echar un pulso a toda lengua muerta de recuerdos. Pasadizos de la memoria que huye para no ser de nadie ni ver la incólume verdad que adereza de mentira la posibilidad de entenderse y soportarse. Volar como Ícaro de pacotilla en probeta de cristal. Sucumbir de cera al perdido sueño. Ser un simple muñeco para poder vivir y remontar el vuelo quemado por la altura del recuerdo. Tal la vida. ¿No es así? ¿No se arrostra el peligro con la falta de audacia y todo sigue su curso de antemano prescrito, predeterminado no se sabe por quién? Nada será tuyo ni de nadie porque no existe. Habrá que inventarlo; parangonarlo con las noches que duermen a tu lado velando la congoja de no saberte despierto mas que para soñar dormido. La concepción no se hizo para existir sino para merecerlo, producto de la libertad que estrangulas con denuedo por falso; tragas por no verla, no saberlo cerca de ti por el alcance prospectivo de sus dardos, flagrante desgarro del alma; vivificante lazareto donde respirar aún es posible y dar dos pasos diciendo que son tuyos en detrimento de las autopistas que se asfaltan para perder todo el andurrial del recuerdo sordo y mudo. Anacoreta y prescindible de un deambular por el pasado de presagios premonitorios. “¡Nunca llegarás a nada!”, consigna universal del frontispicio de los templos; deliciosa forma de existir de la sorpresa que anima cada codicia. Asiento del bronco mal del desaire, de la incontinencia de tener razón y estar en condiciones de demostrarlo; de la ferocidad de cuanto vela el viento para alejarse; del pavor del tiempo en el espejo. ¿Qué será del avatar convertido, pervertido en acontecimiento, del día cansado de serlo, de la mirada perdida a un tiempo? Todo será el albur del desconcierto hasta que vuelva de su misterio. De lo que jamás será un amanecer mas que perlado de sueños muertos; de cuanto nace sin nombre y muere inédito. Sin contaminación de pulsiones. Acompañado de sí mismo para más exacto desvarío, la mirada próxima a perder sus hojas en la memoria, y el verdor los recuerdos. El fermento de las hojas secas que barre el viento que parece serlo. ¿Cuándo vendrá el día a relucir su verdad oculta, desentendida de todo, cansada de tenerse en cuenta? ¿Se desentenderá todo de todo harto de saberse pleno? Todo volverá a ser de ninguna manera para poder ser algo y empezar de nuevo en tropiezo y a desmano. ¿Qué verdad será que no la haya, que llegue a tiempo? Que al final sea el arcano de palabras sin fortuna ni aderezo. Los campos de la memoria se estrellan contra el tambor de la mañana que rompe el aire para que todo parezca lo que sea. Nos encontraremos cuando ya no seamos ni sepamos vernos. ¿Cuánto valdrá un minuto de silencio aunque sea postizo? ¿Qué es el humor sino partir de cero, hacer tabla rasa de lo vivido? Vale lo que no valga como monstruo señero. El presente que no existe. La fresca sensación de que todo es un engaño que engasta los dedos y los traba. Que el día llegará que no puedas soportarlo de antemano. Que la risa no sea suficiente para partir los labios. ¿Qué hacer hasta tanto? ¿Qué carril recorrer por centésima vez desnudo de ilusiones? La misma nada de siempre. El mismo engaño enjaretado a su perro. Aquí no se mueve nada que no arranque el viento para pagar fielato. Que no desaconseje el tiempo. Reír como creyendo que la risa acompasa; como si alguna vez se hubiera reído sin premura. Llueve sobre mojado en la tierra donde nunca cae una gota en su sitio. Se viaja a través del sueño y se despierta ahorcado a la luz de los desvelos. Perspectiva sin marco. Andar sin freno buscando el día que se fue mañanero; el perdurable gritar. La idea que se moja por adentro. La voz desanda camino buscando puertos. La lluvia deshace los labios. A la fuerza arrinconan porque no hay nada cierto; nada cabalga por derecho que parta de cero ni ahorre el infinito. ¿Qué habrá donde nada haya y queme la luminaria del aserto? Todo se sale por la tangente de una causa que no se entiende ni es de otros en qué cargar la responsabilidad de la congoja. Nada más suntuoso que creer que vives algo; para algo. Que algo queda una vez respirado, estropeado o tropiezas con algo. Nada vuelve a ser lo mismo para no acabar del todo. Siempre queda un estropicio que considerar; la ventana clausurada de la nada. Todo vuelve a ser igual cuando menos lo esperas. Todo fue ayer sin pasar por mañana. Buscar: propensión de la melancolía. La vida es lo que está a punto de desaparecer caminando sobre frágiles abarcas de esperanza. Todo reluce el sentido que esconde para creer que hay algo. La idea en la que huye para ser cierta. Sólo lo lejano no tiene sombra. Se la han robado. ¿Cuándo se cansarán las alas de estarse quietas? Lo peor de repetir las cosas, saber que ocurren. Todo es una espera en ciernes sin despensa. Se está para dejar de estarlo. Lo absurdo es llenar de tiempo la existencia; escanciar de nada el recuerdo. Todo se va sin esperar a marcharse. Todo es un acabar inacabado. FIN

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