Pasé por callejas influidas por la torre descomunalmente gótica y tan bella como sabe perfectamente el terreno que pisa. El conserje me mandó a la librería, donde una mujer atendió maternalmente mi petición rigorista y compendiosa, no olvidemos que era el Credo. Estábamos, pues, en medio de ese olor delicioso a estampas y tinta fresca que ilustra vidas ejemplares; impregna de solera las estancias que sepulta textos al olvido. Rebuscó y extrajo de algún lugar un Credo largo que valía 70 céntimos. En lo material; si se quiere, comercial. Tenía en mis manos pecadoras la oración central que hace demostración de fe. Pero sudaba por sentirme incapaz de aprenderlo en tres días, los que la mochila habría acabado conmigo ni permitiría tenerme en pie. Era el Credo largo de la misa. Al lado, un sacerdote miraba supongo que espantado de la escena. La cosa se ponía mal y yo había acabado por parecer definitivamente tonto. En este callejón sin salida escuché que mi voz se atrevía a vivir en aquel apagón de los sentidos: “¿Lo tienen más corto?”, balbucí subrayando mi ignorancia litúrgica. “En mis tiempos”, osé, “era más corto”. El cura, atónito, quería zanjar por lo sano o santo para no cargar más las tintas, nunca mejor dicho en una librería: “Haga el favor de dárselo, dijo a la mujer (en toda operación importante hay una mujer, y detrás de la que consigue el éxito está ella misma); oraciones completas”. Se fue por él. A la vuelta expuso la contrariedad de que, al tener más oraciones, costaba 1.50 euros. Efectivamente, era corto. El que quería. El cielo se abrió un poco, nada más que poco, porque yo no lo merecía, que allí se perdonan todos los arrebatos dialécticos. Di renovadas gracias y marché corriendo para que no me cerraran la Catedral. Vano empeño. Me encontré las rejas preservando el templo de los mundanos afanes de Vetusta. Eso significaba otro día de espera.