La vida se encarrilaba ferroviariamente sobre raíles de destino desconocido cuando algo pasó que me dejó perplejo. Jamás pensé que llegara esto. Tenía sospechas, cierto, de que algo raro estaba ocurriendo. No dejaba de pasar seis o siete veces por la misma calle, en la misma manzana, a la misma hora, buscando una fachada que me había gustado, y no verla. Entonces, apoyado en mis libretas de campo, tenía el vago propósito de escribir mis impresiones callejeras. Todo fue automáticamente cancelado. Los casos se sucedían, como mis paseos; se trastocaban y mutaban. Se combinaban o aparecían por generación espontánea, si el arte arquitectónico cree en lo imposible. Donde había un edificio fin de siglo, sus miradores, gárgolas, lagartos y torretas que coronaban su mole, encontraba una caja de cerillas siempre de color pistache, jamás alusiva a la obra maestra precursora. Rápidamente me entró el pánico. Si me pasaba a mí, oculto en los vericuetos de mi mente, y hacía de la sociedad un catálogo forense de anatomía urbanita, ¿qué no pasaría con los vecinos que perdían su gloria para habitar bloques vomitivamente pistaches? Todo hacía suponer que el culpable de aquel desaguisado era yo; que mi paso por la ciudad sembraba de guiñoles y muñones edificios catalogados que no merecían esa suerte. No sabía qué hacer. Me enclaustré. Permanecí días enteros en vilo pendiente de los telediarios. Nadie se explicaba lo que sucedía. Decían que era un “Expediente X”, la serie de televisión que se cebaba con la parapsicología. Hablaron de abducciones y ovnis. Puro disparate. Lo único bueno era que se había llegado al final de un proceso. Tocado fondo; que ningún otro caso se había detectado desde no salir al exterior, para mí el extranjero. Las autoridades y el Ejército se movilizaron para proteger la identidad primigenia de los barrios famosos y evitar mayor expolio. Un día llamaron a la puerta: - ¿Sí? –temblaba; maldecía el día que dejé vida anterior, mi oficina, mi Seat y hasta la novia que no tenía; ser el don nadie que se trasmutaba en peligro público. - ¡Abra! –dijo una voz entre la nube de rumores y flashes que abrumaba el descansillo-. ¡Es la policía! Reconozco que se me bajó el alma más aún que cuando cometes un pecado mortal o no comprendes por qué se había ido. Era exactamente lo que esperaba; lo que, indefectiblemente, tenía que suceder. ¿Qué más cabía esperar del insensato ejercicio de absorber la esencia de las fachadas; vaciarlas de contenido una vez te las llevas puestas? Abrí psicomotrizmente alterado, con signos de haber bebido o estar drogado. Ellos entraron en tromba. Me enseñaron la orden judicial, curiosamente parecida a un pase de metro, y empezaron a registrarlo todo. Versallescamente invité a entrar cuando ya miraban los tenedores de la cocina. En el fondo me alegraba de que todo hubiera acabado, aunque mi suerte fuese incierta. Saqué sillas, como si fuera una merienda. Los que pudieron se sentaron, y los demás quedaron en pie a espera de acontecimientos. Un hombre pequeñito con una carpeta bajo el brazo husmeaba mi dormitorio, y dos o tres más revolvían en los cajones y abrían maletas y armarios. - Dígame –dijo el que llevaba la voz cantante, aunque se le rompía en gallos:- ¿Usted es el Jacobo Arlés? - El mismo –dijo una voz contrita; apasionadamente arrepentida de los hechos. Estaba impresionado de aquel despliegue coercitivo; del desbarate de mi presunción de inocencia. - Pues tiene usted que acompañarme. Haga el favor de vestirse y venga con nosotros, que el juez quiere hacerle unas preguntas.

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