Va este texto en su homenaje, que habla de la cosa. Título: “El vaciador de fachadas”. Dice así:
“De haber sabido que tenía esa facultad me habría caído de espaldas. Hoy lo acepto como algo irremediable. No lucho contra la cualidad que se me ha dado innata. Ni reparo en las consecuencias que he debido acarrear antes de hallar la solución a lo que podía haberme costado la vida. Normal que las fuerzas que hacen depósito en ti arrastren a los fondos de donde no puedas salir; que zarandeen en toda su violencia. Implosión vaciada de sustancia que lleva a una parte de ti cuyo acomodo desconoces; transforma la esencia de las cosas por donde pasas. Así el día que decidí pararme. Estarme quieto en la carrera inercial que empujaba sin sentido. Detenido cuando la prisa conduce como caballo loco a ninguna parte. Meses de buscar un anclaje; la razón para acondicionar el resto de la vida de otra manera. Zanjé el trabajo. Miré el dinero que tenía. Puse en venta el piso, y tras ser adquirido a bajo precio, me instalé en un apartamento que sentó las bases de lo que haría en lo sucesivo. Ser soltero facilita las cosas. De estar casado y tener hijos, nada de esto hubiera ocurrido; todo sería el trajín sin nombre que hasta entonces había llevado. Tampoco tenía novia que llevarme de las riendas; coparme de consejos, sexos, coladas y advertencias para el porvenir. La picazón que sentía, el origen de los cambios que sacudieron mi existencia, me expulsaban de mí, de la visión interior que de mí sostenía. Ya de mañana me fijé en lo que veía y encontraba. Poco a poco me fui haciendo un adicto de fachadas. Era una ciudad señorial; la mejor de España para adentrarse en sus calles, en la portentosa intensidad de inmuebles y comercios. Avenidas repletas de ornato, muchos únicos en el mundo y había creado escuela, encajados en hileras de árboles y amplios paseos; tiendas de las más renombradas firmas. Nada digamos de los ejes urbanitas: el modernista, bauhaus, portuario, ecléctico, etcétera. Bellezas que animaban a proseguir lo que me había atrapado como un sueño, de ignorar que el tiempo era un señuelo. Pronto salía el sol. La calle esperaba en toda su peculiaridad urbanística, trazada quizá por el llegar espontáneo de las olas; las colinas del otro extremo de la ciudad se revestían de urbanizaciones de pocas plantas que completaban la mano del hombre y la historia; el temperamento, la gastronomía que les había amalgamado. Por la noche, deshecho, con los pies ardiendo de patear aceras, recopilaba imágenes entornando los ojos; preguntándome qué haría con todo aquello que tan brutalmente se había posesionado de mí; el deseo de que algo me llenara, tal vez. La vida no se poblaba sólo de gente sino de edificios; fotos, libros basados en la arquitectura de aquella capital. Leía trabajos especializados en la materia y asistía a conferencias en el Colegio de Arquitectos y el Casino. Confeccionaba dosieres con recortes de prensa sobre adecuar el mundo a conservar el patrimonio artístico, que como la catedral, el Palacio y otros monumentos, era también de la Humanidad. Me apunté a cursos donde se hablaba de esto, y pronto me sorprendí dando mi opinión sobre cuestiones que jamás hubiera creído exponer en público. En cierta ocasión, un periodista vino al piso a preguntar mi parecer para una encuesta. Me hicieron una foto y salí en “La última” entre una hilera de rostros que teorizaban.

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